Page 51 - El club de los que sobran
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O sea, yo me casaría con ella.
—¿Tú?
Me reí. Chupete me miró con un gesto serio y lentamente se puso de pie. Acercó su fea
cara a la mía y me habló golpeado. Sentí su aliento a leche de chocolate. Casi vomito.
—Sí, yo. ¿Algún problema? —preguntó.
—Ehhh.
—¿Eh, qué, Gabriel?
—Nada.
—¿Tienes algo que decir al respecto?
¿Que si tenía algo que decir? Sí, un par de cosas. ¡Yo la vi primero! Y por un tiempo,
solo fuimos nosotros. Todos ustedes llegaron después, Chupete, tú y mi hermano. Y
déjenme decirles que no fueron invitados a la fiesta. O en otras palabras, se colaron. Así
que, sí: no podías soñar con la Dominga. Y yo sí.
Pensé eso y muchas cosas más. Pero no me atreví a decir una sola. De mi boca salió un
leve sonido que de inmediato me dio vergüenza ajena.
—Nada. Olvídate.
Me di vuelta y enfilé hacia la casa. Por un momento, deseé hacerlo solo, pero Chupete
tenía otra idea. A los tres segundos se puso a mi lado, no sin antes darme una amistosa
cachetada en la nuca. Señales cariñosas de los amigos, ustedes entienden.
Subimos por avenida Matta mirando las tiendas. A cuatro cuadras del recorrido nos
detuvimos en una de artículos de circo: narices de plástico, pelotas de malabarismo,
pequeñas bicicletas para hacer trucos. No sé por qué me acordé del Chuña. Tal vez
porque él odiaba a los payasos, igual que yo. Cada vez que a alguno del gremio se le
ocurría actuar en el parque, él los echaba con tremendos gritos. Raro. Al menos yo sabía a
qué se debía mi fobia: aquel fatídico día en que mi papá me obligó a salir a la pista en el
circo de Pichidangui. Un payaso vestido con el uniforme de Estados Unidos hizo una
serie de malabarismos que terminaron con mis pantalones en el suelo y mis calzoncillos a
la vista de los cien asistentes del lugar.
Tenía ocho años. Suficiente para traumarme.
En cambio el Chuña… No tenía cómo saberlo. Miré al lado y vi que Chupete tenía la
boca abierta. Tuve ganas de cerrarle la mandíbula de un golpe, pero seguramente él me
golpearía de vuelta y la verdad es que ya había recibido demasiados «cariños» ese día.
—¿Sabes? Tu papá sí conocía al Chuña —le informé.
Giró, me miró seriamente y cerró la boca. Luego dijo:
—Ya lo sé.
—¿Lo sabes? ¿Cómo?
—Porque ayer me dijo que no lo buscara.
—¿Qué?
—En la noche, tras la pelea con mi mamá, mi ataque de llanto por perder el único Play
3 que he tenido en mi vida y su encierro en el escritorio, fue a mi pieza. Yo no le quise
abrir, así que solo susurró a través de la puerta.
—¿Y qué dijo?
—Fue raro. Me preguntó por qué lo estabas buscando. Yo le hablé de tu hermano, que
era su amigo y esas cosas… pero al final de la conversación me dijo algo todavía más
extraño.
—¿Algo como… ?
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