Page 49 - El club de los que sobran
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Capítulo 10
Los carros de la montaña rusa llegaron al punto más alto de los rieles y cayeron al vacío.
Sus ocupantes se perdieron de vista; solo dejaron el recuerdo de sus gritos, las monedas
que cayeron de los bolsillos y el cielo como telón de fondo.
Por supuesto que no pudimos entrar a Fantasilandia. Hubiese sido bonito haber
encontrado un hoyo en las rejas, algún conocido a cargo de la entrada o a una mamá
caritativa y con harto tiempo libre que se hubiera rajado con las entradas. Pero ustedes
saben tan bien como yo que esos milagros nunca pasan.
Al menos no en la vida real.
Pero la elipse del Parque O’Higgins tiene un pasto excelente. Es como si nuestro
Parque Bustamante hubiera sido una cancha de Tercera División, y este, el Camp Nou.
Con Chupete quedamos con la boca abierta apenas entramos. Meses, tal vez años
desperdiciados en un pasto mal plantado, gastado por el paso del tiempo y por las mamás
gordas que se sentaban a comer sus malditos picnics.
Divisamos a varios niños jugando tremendas pichangas. Otros hacían sus piruetas en
skate y unos pocos, suertudos ellos, se besaban con sus pololas. Preferimos no hacer nada
de eso.
Miramos los carros de la montaña rusa, y al menos yo me pregunté si alguna vez
podríamos pagarnos la entrada con nuestras miserables mesadas. Eso hasta que Chupete
dijo:
—Sabes… no creo que pueda ser futbolista. —Ya lo sabía —dije. Me miró. No hubo
necesidad de explicarle el porqué.
—Tampoco quiero ser bombero. Según mi papá, son todos unos cobardes.
—Fuerte, viniendo de alguien como él.
—Sí, raro. Según él, todo tiempo pasado fue mejor.
—Qué nos queda a nosotros.
—Poco.
Volvimos a estar en silencio. Me acosté de espaldas e imaginé estar en medio de la
Parada Militar de septiembre, con miles de aviones en el cielo. Me prometí que antes de
morir iría a uno de esos actos. Mi papá nunca nos llevó, a él no le gustan mucho los
militares.
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