Page 34 - El club de los que sobran
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el bate-bate-chocolate, abrió los ojos y dijo:
—En una de esas está en el parque viendo los ejercicios de los bomberos.
Pablo lo soltó, giró y me miró.
—Hora de irnos —dijo.
Yo no quería irme, por supuesto. ¿Ejercicio de bomberos? La onda de detective de
Pablo me estaba aburriendo. Prefería quedarme con Chupete y armar nuestra sala de
juegos intergaláctica. Pero cuando estaba a punto de negarme a la orden de mi hermano,
escuchamos:
—¡¿Se puede saber qué es esto, Dios mío?!
Todos nos dimos vuelta y vimos a la tía Rosa indignada, como si el cuerpo de un jabalí
hambriento la hubiera poseído. Avanzó, pero no se preocupó demasiado de nosotros, los
hermanos Escobar. Más allá estaba su hijo Sebastián, que en ese minuto la miraba con los
anteojos en 3D. Pobre Chupete, pensé. Qué impresión. Pero la tía Rosa tampoco se
preocupó de su hijo. Con los ojos desorbitados, observó las cajas abiertas y el gran
desorden que habíamos armado.
—¿Y esto?
—Son de mi papá —explicó Chupete.
—Eso ya lo sé. ¿Me puedes explicar qué hacen acá, Sebastián?
Chupete la miró y levantó los hombros. Luego, dirigió su mirada hacia mí. La tía Rosa
hizo lo mismo. Otra vez ¿Quién quiere ser millonario?, pensé.
—Parece que… el tío las tiró —dije, pero al segundo me arrepentí. Es respuesta
definitiva, Gabriel, pensé, sé más convincente—. Sí, el tío las tiró. Y nosotros las
encontramos.
La tía Rosa no expresó ninguna opinión. Parecía como si su cabeza estuviera hirviendo
de rabia, porque a medida que veía las cajas tiradas, su cara se fue poniendo cada vez más
roja. Miró al cielo, y como en las películas, cuando la cámara avanza hasta la boca del
protagonista, gritó:
—¡Maldito borracho!
Acto seguido, comenzó a escupir una serie de garabatos que dejarían hasta al más
guachaca de la feria con la boca abierta. Su hijo Chupete apenas podía moverse, frente a
sus ojos, veía a su madre transformarse en un monstruo de pesadillas.
Pablo aprovechó el momento y susurró:
—Vámonos.
Por primera vez estuve de acuerdo con mi hermano. Salimos sin darle la espalda al
engendro demoniaco por miedo a que nos lanzara algún hechizo.
Llegamos ilesos a Emilio Vaisse. Miré a Pablo, contento de estar vivo, y le dije:
—Bueno, para que veas que a veces la mamá es como para quererla.
—Pobre guatón.
—Chupete. Y es mi amigo.
—Como sea. Tener a esa mamá… te la encargo.
—Oye, yo te tengo como hermano y no reclamo tanto.
—Qué gracioso.
—Sí, ese soy yo, el gracioso. Bueno, Pablo, ha sido un gusto. Nos vemos algún día,
cuando nos lleven a Pueblo Seco —dije mientras me dirigía a mi casa. Pero Pablo me
sostuvo de la polera y me sonrió.
—¿Dónde crees que vas, péndex?
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