Page 33 - El club de los que sobran
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Alguien la había sacado. La pared, que alguna vez fue blanca, aún tenía marcado el lugar
          donde estaba la fotografía. Me hinqué, pensando en que tal vez se había caído, pero el
          resultado fue el mismo: había desaparecido. Sin embargo, debajo del escritorio, me topé
          con una sorpresa: el tío Rodolfo se había deshecho de las cajas Eco que ayer yo había
          visto. Raro. Lo único que quedaba en ese sector era un cuchillo cartonero. ¿Las habría
          abierto? Tal vez. Pero no recordaba nada nuevo en la casa de Chupete. Quizás las vendió,
          pensé, o las tenía guardadas para algo importante, algo como…
             —Oye, Chupete, ¿has visto unas cajas que dicen «Eco»?
             —¿Qué? —respondió mi amigo.
             —Es que la otra vez que vine tu papá tenía unas cajas que… olvídalo.
             Algo me detuvo. La ventana del escritorio daba a un patio interior que en ese momento
          amontonaba las cinco cajas que había visto en el escritorio. Ustedes dirán que eso puede
          ser totalmente normal, un hombre de edad mayor —sobre cuarenta, digamos— que se
          deshace de unas cajas. Ahora bien, díganme si no es raro que en una de esas cajas se deje
          ver  un  aparato  negro,  con  cuatro  botones  de  distintos  colores,  dos  manillas  y  cuatro
          flechas señalizadoras. Ya lo creo. O sea, un joystick no se ve todos los días en el jardín de
          tu mejor amigo. Así que le di un codazo a Chupete y se lo mostré.
             No hubo necesidad de decir una palabra.
             —¿Dónde van? —alcanzó a decir mi hermano.
             Nadie le contestó. En tiempo récord salimos de la casa, abrimos la reja que separaba
          los  dos  patios  y,  casi  como  en  un  sueño,  nos  encontramos  de  repente  con  un  tesoro
          inimaginable: un Play Station 3, un televisor LED de última generación, cuatro parlantes,
          un Blue Ray y dos anteojos que, supongo, servían para ver la vida en 3D. Chupete se reía
          solo, abriendo las cajas de cartón como los vagos en las noches, gritando, medio chalado
          ante la diosa fortuna que por fin se acordaba de él.
             Yo también estaba feliz. Uno se pone feliz cuando los amigos tienen suerte, ¿no? Sí,
          mejor no me respondan.
             La fiesta habría seguido de no ser por un par de acontecimientos. El primero fue una
          idea que se me ocurrió verbalizar:
             —Chupete, ¿no te parece raro que justo ayer viera esas cajas en el escritorio de tu papá
          y que ahora estén tiradas en el patio, como si fueran basura?
             Su alegría se detuvo por un par de segundos. Sí, sonaba raro, pero…
             —¿Y? Ahora las encontramos. Y lo que hay dentro es mío —dijo él.
             Volvió a su alegría y yo trataba de pensar en lo bonita que era la vida, hasta que mi
          hermano llegó a escena.
             —¿Qué están haciendo? ¿Qué es esto? —preguntó Pablo.
             —¡Nos ganamos la lotería! —respondió Chupete riendo.
             Yo miré a Pablo. No entendía nada. Le pregunté si había encontrado algo, pero negó
          con la cabeza. Mi amigo Sebastián seguía riendo, y como a mi hermano no le gusta la
          gente  feliz,  avanzó  hasta  donde  estaba  él  y  le  arrebató  los  lentes  tridimensionales.
          Chupete se asustó. Pablo lo miró serio y preguntó:
             —¿Dónde está tu viejo?
             Chupetín levantó los hombros, pero Pablo lo zamarreo con fuerza.
             —Piensa —ordenó mi hermano.
             Estamos fritos, dije para mí mismo.
             Pero me equivoqué. El movimiento hizo que las neuronas del Seba se conectaran, y tras



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