Page 31 - El club de los que sobran
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Capítulo 7











          Al otro día me levanté tarde. Puede ser que las 10 de la mañana de un día de verano —

          más si estás de vacaciones— les parezca una hora más que razonable para abrir los ojos.
          Bueno, no para mí.
             Pero estaba cansado. Además tuve un sueño extraño, no de esos que te dan susto, pero
          sí de los que te hacen pensar: veía al Chuña cantar en ese cerro encallado en medio de la
          ciudad.  Su  voz  era  apreciada  por  muchas  personas  y  él  cantaba  con  desparpajo.  Pero
          cuando me miraba a mí, su voz se apagaba. Acto seguido, prendía un fósforo y quemaba
          un  árbol  que  estaba  a  su  lado.  El  fuego  ganaba  en  intensidad,  y  pronto,  todos  los
          asistentes  al  recital  corrían  despavoridos.  Excepto  —era  que  no—  yo.  Como  medio
          hipnotizado, avanzaba hacia el escenario y el Chuña, cubierto por las llamas, me miraba y
          sonreía.
             Me desperté sudado, como si me hubiera jugado un partido de fútbol en el mundial.
             En una de esas lo mejor es irse a Pueblo Seco, pensaba mientras me servía jugo en la
          cocina. No tenía ganas de comer pan, así que me contenté con un yogur. Abrí la página
          108  de  Hijo  de  ladrón,  justo  cuando  un  fantasma  entró  a  la  cocina:  Pablo…  ¡y  más
          encima duchado!
             —¿Y tú?
             —¿Yo qué? —contragolpeó él, mientras abría el refrigerador y se comía cuatro tajadas
          de jamón de pavo de mi mamá (especial para su dieta).
             —¿Qué haces despierto a esta hora? ¿Te caíste de la cama? —pregunté.
             —No, tarado. Me levanté porque vamos a salir.
             —¿Tú y yo?
             —¿Ves a otro tarado en la cocina?
             —No, solo a ti.
             Me pegó un mangazo en la cabeza y yo le respondí con una patada en la canilla. Él, que
          le encanta Jackass,  se  mató  de  la  risa.  Una  vez  recuperado,  me  asfixió  con  cariño,  y
          cuando le pedí clemencia, me mandó a ponerme la ropa.
             Siete minutos después estábamos frente a la casa del único e incomparable Sebastián
          Chupete Ortúzar.
             —Toca el timbre —ordenó mi hermano.
             —¿Por qué yo?
             —Porque tú eres amigo de ese guatón.
             —Oye, más respeto con el Seba.
             —¿Por qué? ¿Te gusta acaso?
             Tuve ganas de mandarlo ustedes saben dónde. Pero me contuve. Lo miré con mi súper
          visión mata-hermanos, pero él no se dio por enterado. Presioné el timbre. Pasaron diez
          segundos sin novedad.


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