Page 32 - El club de los que sobran
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—Parece que no hay nadie —dije.
             —Es miércoles y es temprano. Toca de nuevo —ordenó Pablo.
             —Oye, a todo esto, ¿qué piensas decirle al tío Rodolfo?
             —¿Yo?  Nada.  ¿Por  qué  crees  que  me  puse  esta  ropa  tan  mamona?  Para  verme
          ordenadito.  Hoy  día  voy  a  hacer  como  que  somos  hermanos  del  alma  y  tú  le  vas  a
          preguntar todo.
             —¿Por qué yo?
             —Porque…
             No hubo tiempo para más palabras. La puerta se abrió y, de un momento a otro, fuimos
          testigos de un espectáculo del cual no estábamos advertidos: Chupete con calzoncillos
          gastados y calcetines… y nada más. Bueno, por supuesto que tenía la pelota de fútbol en
          la mano y la cara de dormido no se la sacaba nadie, pero de ropa, lo que se llama ropa que
          te cubre el cuerpo, nada. Nos miró con el único ojo que las legañas le permitían abrir.
             —¿Qué onda? —preguntó.
             —¿No te han enseñado que hay que ponerse una polerita antes de abrir la puerta? —
          bromeé.
             —¿Qué onda? —insistió.
             —Ábrenos —ordenó Pablo. Queremos hablar con tu papá.
             —No está —respondió el Chupete descamisado.
             —¿Y tú mamá? —preguntó mi hermano.
             —Tampoco.
             —Mejor.
             Pablo  saltó  la  pequeña  reja  e  invadió  propiedad  ajena.  Yo  estiré  la  mano  y  abrí  la
          chapa. Y así, frente a los ojos de mi fiel amigo Sebastián Chupete Ortúzar, los hermanos
          Escobar invadimos su casa.
             —¿Cuánto tiempo tenemos antes de que lleguen? —preguntó Pablo una vez dentro de
          la casa.
             —¿Qué sé yo? —respondió Chupete. Luego me miró como diciendo «¿me volví loco o
          tu hermano acaba de entrar a mi casa?».
             —Oye, Pablo, ándate piola, ¿ya? —ordené para tranquilizar a mi fiel amigo.
             Mi hermano me devolvió un palmetazo en la nuca, y acto seguido me ordenó dirigirnos
          al escritorio del tío Rodolfo. Los tres avanzamos rápidamente. Chupete no se preocupó de
          ponerse una polera o pantalón. No sé por qué, pero la idea de tener a Pablo en su casa lo
          tenía entusiasmado. Abrimos la puerta y nos encontramos con el panorama de siempre: el
          mundo  de  la  antigüedad.  Libros,  fotos  llenas  de  polvo,  cachureos  de  otras  épocas,  los
          muñecos de plomo y, por supuesto, miles de recuerdos del querido cuerpo de bomberos.
          Pablo se fue directo a los cajones. Tonto y bruto como es él, me di cuenta inmediatamente
          de que no encontraría nada. Chupete, más instintivo que ratón de cola pelada, preguntó:
             —¿Qué estamos buscando?
             —¿Estamos? —dijo mi hermano con su tono apestoso de mala onda—. Eso es mucha
          gente, Chupete.
             El Seba me miró. Yo levanté los hombros. No vale la pena, quise decirle. Avancé unos
          pasos  hacia  el  fondo  del  escritorio,  mientras  mi  hermano  buscaba  algo  que  jamás
          encontraría. Yo, en cambio, sí tenía una pista que seguir: la bendita foto enmarcada en
          donde salía mi padre y el tío Rodolfo vestidos de bomberos.
             Me dirigí al lugar donde la había visto el día anterior, pero esta vez no encontré nada.



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