Page 23 - El club de los que sobran
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los dos habló, pero no había que ser un genio para llegar a la siguiente conclusión: el
          banco era igual al resto. Por ende, del vago de nuestro barrio, no había rastro alguno.
             —Ojalá que cuando yo me muera alguien se preocupe por mí —dijo Chupete.
             —¿Y de qué te va a servir? Finalmente vas a estar muerto, ¿no?
             Seguimos  hacia  nuestra  cancha.  Tiramos  chutes  un  par  de  horas,  pero  no  hubo
          demasiada acción. A la hora de almuerzo Chupete me invitó a su casa, pero rehusé la
          idea.
             Desde que salí de vacaciones de verano, a las 2 de la tarde recibo el primer llamado de
          mi  mamá  desde  la  oficina.  Siempre  es  igual:  me  pregunta  cómo  desperté,  si  tomé
          desayuno  y  me  recuerda  que  el  almuerzo  está  en  el  microondas.  «Solo  tienes  que
          calentarlo».  Ese  día  no  fue  la  excepción.  Me  esperaba  arroz  y  unas  salchichas
          semicongeladas  que  me  comí  con  desgano.  Cuando  mi  mamá  preguntó  por  alguna
          novedad, le dije: «Todo igual».
             El resto del día lo pasé en la casa, leyendo Hijo de ladrón, de Manuel Rojas, un libro
          obligatorio en primero medio —mi próximo curso—, pero que por el título me cautivó de
          inmediato. El comienzo es enredado, pero la vida de Aniceto es increíble. Yo no sé qué
          onda con Harry Potter, cuando tenemos a un hombre que siendo niño y joven vivió cosas
          tan alucinantes. ¡Y es chileno!
             ¿Si pensé en el Chuña? La verdad es que más que acordarme de nuestra vida juntos, de
          su carácter o de su labia, no podía sacarme de la cabeza su cara aquella mañana, cuando
          lo  encontré  sin  vida.  ¿Cómo  sería  dejar  de  existir?  ¿De  qué  servía  este  armazón  que
          tenemos de cuerpo, los órganos, los músculos y la sangre que brota cuando te dan una
          patada  en  la  rodilla  en  medio  de  una  pichanga?  ¿Todo  eso  dejaba  de  funcionar  en  el
          minuto que estabas… muerto?
             No tenía con quién hablarlo. Cuando mi mamá llegó en la tarde, tipo 7, lo primero que
          anunció es que estaba «muerta». Vaya con las ironías del destino, pensé desde mi cama.
          Luego abrió la ducha y puso ese CD de Joan Manuel Serrat que de tanto escucharlo uno
          se lo aprende por osmosis. Después se secó el peló, guardó sus tacos en el clóset, se puso
          sus zapatillas, blue jeans y empezó a preparar la comida mirando las noticias.
             A las 9:30 de la noche me anunció que la cena estaba lista. Avancé hacia el living y la
          encontré viendo en la televisión un reportaje sobre los niños índigo, «criaturas que pueden
          ver más allá de lo que nosotros imaginamos». Comí unas croquetas de pescado y puré con
          sabor a nada, mientras la periodista de la tele explicaba que «estos seres que parecen de
          otra  galaxia,  pueden  ver  hasta  el  corazón  humano».  Cuando  terminó  el  reportaje,  mi
          mamá miró hacia al lado y me hizo cariño en el hombro. Nótese el hecho de que el cariño
          no fue ni en la pierna ni la cabeza; supuse que quería decir algo como «no te preocupes,
          igual te quiero». La miré. Ella apenas sonrió. Tuve ganas de salir corriendo y pedir una
          hamburguesa en el Lomito’s, pero no tenía un peso.
             Me dio rabia. Y mucha. Así que no me aguanté y lancé mi primer misil.
             —¿Y tu hijo?
             —¿Pablo?
             —¿Tienes otro?
             —Muy gracioso.
             Volví a mirar las noticias como si nada hubiera pasado, pero la bomba de racimo ya
          estaba haciendo efecto.
             —¿Tú no lo has visto? —preguntó.



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