Page 20 - El club de los que sobran
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estemos solos. Una cosa es que mi pieza no tenga pestillo por expresa orden de mi mamá,
          pero otra muy distinta es que sea un nerd que viene saliendo del cascarón: ¡hello! No
          tengo papá, me agarro seguido a combos y patadas con mi hermano, mi mamá me deja
          solo en la casa a partir de las 8 de la mañana y, para más remate, ya me rompieron el
          corazón.
             Así que decidí llamarlo.
             —Chupete, ¿estás ahí?
             No respondió. Pobre bosta de caballo, pensé. 11:30 de la mañana y esta morsa sigue
          durmiendo. Así que abrí la puerta y lo vi: soñando y con la boca abierta. Busqué la pelota
          de fútbol que más ama y le di un amistoso cabezazo matutino. Abrió los ojos sin entender
          nada.
             —Levántate —ordené.
             —¿Por qué? —respondió sin inquietarse en lo más mínimo.
             —¿Por qué? Oye, son casi las 12 del día.
             —¿Y?
             —¿Y?
             —Sí, ¿y?
             Pensé  que  tal  vez  era  muy  temprano  para  noticias  demasiado  perturbadoras.
          Afrontémoslo: Chupete es mi mejor amigo, pero es un pavo. Jamás ha visto un muerto.
             Así que busqué su polera de la selección-chilena-súper-usada-a-punto-de-explotar, se la
          lancé y, saliendo de su pieza, le advertí:
             —Tienes tres minutos. Y agradece que eres pelado, te ahorras la ducha.
             Salí al pasillo dispuesto a buscar algo de jugo en la cocina, pero oí que me llamaban
          por mi nombre: «Gabriel, qué bueno que llegaste… mira qué maravilla».
             Era el tío Rodolfo. Giré y lo vi. Llevaba su inigualable chaleco gris, largo y hediondo a
          cigarro,  que  no  se  sacaba  en  todo  el  día.  En  su  nariz  descansaban  sus  anteojos  con
          cristales ópticos de largo alcance, especial para su nueva misión: las figuras de plomo.
             Avancé  por  el  pasillo  en  cuclillas,  como  cuidándome  de  romper  algo,  y  llegué  a  la
          puerta del escritorio. En su mesa de trabajo había veinte figuras de bomberos. A un lado,
          un carro antiguo tirado por caballos, y junto a ellos varias témperas, pinceles y pequeñas
          navajas  con  las  que  iba  descartando  cualquier  impureza  de  su  querido  cuerpo  de
          bomberos.
             —¿Y?  ¿Qué  me  dices?  Me  llegaron  la  semana  pasada.  La  Primera  Compañía  de
          Bomberos de Santiago, inaugurada en 1863. ¿Te imaginas? Alrededor de ciento cincuenta
          años sirviendo al pueblo de Chile, ¿qué tal?
             —Bacán.
             Sonrió.  Supongo  que  esperaba  una  respuesta  mucho  más  efusiva,  pero  tenía  que
          entender las circunstancias.
             Relajado, volvió a lo suyo. Y yo a lo mío. Como cada vez que entraba a ese lugar,
          comencé  a  buscar  las  fotos  de  la  familia,  pero  en  especial  del  tío  Rodolfo  y  mi  papá.
          Ambos vestidos como bomberos. ¿Sorprendidos? Bueno, imagínense yo la primera vez
          que la vi. Fue cuando mi papá se había ido. Supongo que la noticia corrió por el barrio; no
          me extrañaría que fuera mi propia mamá la que se encargó de esparcirla, en especial en la
          familia Ortúzar-Campusano. De un día para otro fui tratado como una especie de rey en
          esa casa. O sea, no es que antes me hayan tratado mal, pero de ahí a onces con pasteles,
          pizzas  en  la  noche  y  disfrute  sin  tope  de  horario  del  Play  Station  del  Seba,  hay  harta



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