Page 27 - El club de los que sobran
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—Ey, te estoy hablando.
             Me di vuelta. Estaba seria, vestida de negro y con la cara blanca. Un perfecto zombi en
          un perfecto escenario.
             —Dime que Pablo no está muerto —dije.
             Sonrió. Qué linda se ve cuando sonríe, pensé.
             —¿Eso querés? —preguntó.
             —Nnn… no.
             —Mmm. ¿Idea mía o estás dudando?
             —No —dije convencido.
             —Qué bueno. Por un momento se me ocurrió que querías que Pablo estuviera muerto
          para quedarte conmigo —dijo mientras me desordenaba el pelo.
             Pensé:  qué  onda  las  mujeres.  O  están  locas  o  son  brujas.  ¡O  tal  vez  la  Dominga  es
          índigo! Puede mirar a través de mi corazón.
             No tuve tiempo de comentárselo. Me hizo una seña y giré. Desde la puerta, salieron mi
          mamá y Pablo. Se notaba que habían peleado. La Dominga trató de saludar a mi mamá,
          pero esta siguió de largo. Pablo me miró y dijo: «Lo que faltaba». Tomó de la mano a la
          Dominga  y  se  dirigieron  al  auto.  Yo  tuve  ganas  de  quedarme  ahí  hasta  que  se  fueran
          todos, llegaran a la casa y tal vez entonces se preguntaran: «¿Y dónde está Gabriel?».
          Pero entonces escuché un llanto desde alguna de las oficinas y los pelos se me erizaron.
          Salí corriendo.
             De  vuelta  estuvimos  callados.  Por  supuesto  que  me  fui  en  el  asiento  del  copiloto,
          mientras atrás mi hermano y la Dominga se tomaban de la mano. Traté de poner la radio,
          pero mi mamá la apagó a los pocos segundos.
             Santiago  es  un  lugar  movido  en  las  noches,  la  gente  parece  que  no  duerme.  Vi  a
          oficinistas, parejas y grupos de mujeres riendo, caminando animadamente por las calles.
          También había vagos recogiendo cartón y otros durmiendo en los bancos. Me acordé del
          Chuña, pero no lo mencioné en voz alta.
             En Plaza Italia tomamos Bustamante. Ya reconocía las calles. Faltaba poco para mi
          casa,  mi  cama  y  poder  cerrar  el  día.  Pero  no  doblamos  por  Santa  Isabel,  sino  que
          seguimos en dirección a Irarrázaval. De pronto, oí que la Dominga le decía a Pablo:
             —Mirá, están quemando otra vez.
             Giré y vi una gran masa de humo. Qué extraño, pensé. Le iba a decir a mi mamá que
          había  un  incendio  en  el  barrio,  pero  ella  estaba  en  otra.  En  un  semáforo,  miró  por  el
          retrovisor.
             —¿Dónde está tu edificio, Dominga? —preguntó.
             —No se preocupe, tía. Déjeme aquí.
             —¿Cómo se te ocurre que te voy a dejar sola a las dos de la mañana? No me cuesta
          nada.
             —En serio, tía. Además es contra el tránsito, así que…
             —Ya te dije que no te voy a dejar sola… imagínate qué me va a decir tu mamá.
             —Mamá, no molestes —dijo Pablo.
             —¡Y tú no te atrevas a levantarme la voz! —gritó mi mamá, como si hubiera estado
          esperando el momento para explotar.
             —Vieja, relájate —dijo mi hermano con ese tono irónico que lo hace ser tan petulante
          que dan ganas de ponerlo en una barrera de fútbol y mandarle un pelotazo en cierta parte.
             Mi mamá se dio vuelta y lo apuntó con el dedo.



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