Page 25 - El club de los que sobran
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Capítulo 6











          Cuando  era  chico,  a  mi  papá  le  encantaba  Superman.  Con  tanto  mago  dando  vuelta,

          vampiros  lindos  y  jóvenes  hombres  lobos,  a  uno  se  le  olvida  que  una  vez  hubo
          superhéroes que, más encima, durante el día eran gente normal. La verdad es que no sé
          qué es más difícil hoy: tener esposa e hijos o simplemente salvar al mundo de los malos.
          Bueno, lo cierto es que mi papá tenía en unas cintas VHS la película de Superman, y más
          de alguna vez me obligó a verla con él. Miradas con el tiempo, ahora esas pelis dan un
          poco  de  vergüenza  ajena.  Sus  efectos  especiales  eran  bien  pencas  y  yo  al  final  casi
          siempre me quedaba dormido. Pero sí me acuerdo de una cosa: Superman no había nacido
          en este mundo.
             ¿Media  novedad?  Bueno,  siempre  se  aprende  algo  nuevo.  Superman  nació  en  otro
          planeta que, para esa fecha, estaba a punto de explotar. Sus padres —buena onda ellos—
          lo mandaron a la Tierra para que se salvara. Y después pasaron muchas cosas. Algunas
          entretenidas y otras, la verdad, poco creíbles. Lo único importante de esta historia que
          ahora les cuento es que ese bendito planeta, la cuna del superhéroe favorito de mi papá,
          aquel  asteroide  que  estaba  a  punto  de  desaparecer  era  muy  frío.  Casi  tan  frío  como  el
          pasillo de la morgue la noche en que entramos con mi mamá.
             Es cierto, es verano y casi todos dormimos sin pijama y a guata pelada. Pero en la
          morgue, no importa el día ni la fecha, es un lugar frío. Y yo supuse de inmediato la razón:
          el edificio estaba lleno de gente muerta.
             Cuando  mi  mamá  estacionó  el  auto  tuve  la  loca  idea  de  que  me  dejaría  quedarme
          dentro. Con solo una mirada me dejó claro que era imposible, así que la seguí en silencio.
          La entrada parecía un concurso de gente rara: dos gordas, cercanas a los cuarenta y cinco
          años,  fumaban  mientras  leían  el  diario;  a  su  lado,  un  tipo  flaco  y  de  ojos  saltones  le
          preguntó a mi mamá si necesitaba un servicio funerario. Yo me asusté. Dos muertes en un
          día era demasiado. Mi mamá le dijo que se fuera a una buena parte —un garabato, sí, para
          que vean lo hipócritas que son los mayores —y entramos de la mano.
             Nos recibió un largo pasillo con dos bancas de unos diez metros a cada lado. Oí unos
          sollozos  hacia  el  final.  Una  puerta  se  abrió  y  un  hombre  de  anteojos,  cincuenta  años,
          delantal blanco, avanzó hacia una mujer de unos treinta y cinco años que tenía un pañuelo
          arrugado en su mano, mojado de tanto llorar.
             Así es la muerte, pensé: fría, silenciosa, repleta de sollozos.
             Le solté la mano a mi mamá. Ella avanzó por el pasillo y entró por la puerta del fondo.
          Yo me quedé parado, solo, pensando en Superman. Hasta que alguien tocó mi hombro.










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