Page 19 - El club de los que sobran
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pero es un tipo orgulloso.
Ahora el taller de don Juan es una galería top donde se viene a vestir gente del barrio
alto. Hay gente con mucha plata en este país, ¿saben? No yo. Supongo que sus papás
tampoco. Pero créanme, hay gente que no compra Ferraris en miniatura, los encargan
tamaño natural.
El barrio había cambiado. Y yo también. Por primera vez en mi vida había visto a una
persona muerta, me faltaban pocos días para ser relegado a un pueblo perdido en el país
más perdido del mundo, y mi hermano se encontraba en esos exactos momentos con la
mujer que Dios había creado para mí.
Doblé en Emilio Vaisse y toqué el timbre. La puerta de la casa se abrió y la mamá de
Chupete salió a mi encuentro. La tía Rosa es presidenta de la junta de vecinos del barrio y
siempre está apurada. Y maquillada. Y con unos cuarenta kilos de más.
Todo esto con cariño, claro.
—Gabriel, qué bueno que llegaste. Anda a levantar a ese patán y dile que salga. Si
sigue así va a terminar como un chancho —dijo sin darme tiempo para esquivar otro de
sus ataques besucones que me dejan la cara irritada y con un olor a pachulí insoportable.
Se alejó con esos tacos que hacen un estruendo en el piso y dejó la puerta abierta.
La casa de mi amigo Sebastián «Chupete» Ortúzar Campusano es una linda mezcla de
estilos, donde el plástico de las multitiendas convive con lo más tradicional de Ñuñoa,
una comuna que según el tío Rodolfo —alias papá de Chupete— fue conocida como la
comuna de los médicos y las palmeras. Los sillones del living tienen un amarillo soleado
tan horrible como en estos momentos lo imaginan, y como la tía Rosa odia cualquier
rasgo de suciedad, todavía, después de casi un año de la última remodelación estilística,
mantiene la cabecera de los sillones con un plástico resistente a todo y todos. La mesa de
centro es herencia del tío Rodolfo, traída de Buenos Aires en los años cincuenta desde
una feria que parece queda en un barrio conocido como San Telmo. No hay alfombras
porque acaparan «infinidad de bichos y ácaros», según dice la dueña de casa.
Asustado con la sola idea de dejar la huella en un lugar inmaculado, enfilé hacia el
pasillo. Tres puertas cerradas me recibieron. Primero estaba la pieza del matrimonio, más
allá la del Seba y al fondo, como si fuera una reliquia, se encontraba «El bastión de
humanidad», como bautizó a su escritorio el tío Rodolfo. Debo confesar que ese es, por
lejos, mi lugar favorito de la casa. Incluso del barrio. En sus cuatro paredes no solo se
esconde el tesoro de la familia Ortúzar, sino que además se puede gozar de la historia de
la Segunda Compañía de Bomberos de Ñuñoa, el orgullo máximo del tío Rodolfo y su
única preocupación por años y años. Esta fue la competencia más férrea de su esposa e
hijo, quienes vieron ausentarse al hombre de la casa largas noches, cumpliendo su deber.
Tal vez por eso me llevo bien con el Seba, los dos somos medio huérfanos. Claro que
ahora a él todo se le dio vuelta. Y es que al tío Rodolfo lo dieron de baja. O en palabras
simples, lo echaron de la compañía. Chao bomberos, hola familia. Adiós al papá
entretenido, hola al papá cargoso.
Maldita vida. Como dice mi abuela de Pueblo Seco, «¡uno nunca está contento con
na!».
Me salté la puerta matrimonial y golpeé la de Chupete. Nadie contestó. Tomé la
manilla, pero antes de girarla, me detuve. Oigan, tengo trece años, pero no soy un niño-
ñoño. Sé lo que a esta edad hacemos cuando estamos aburridos. O recién despiertos. O
muy despiertos. En fin, sé lo que podemos hacer en cualquier momento, siempre que
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