Page 21 - El club de los que sobran
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distancia.
Una de esas tardes de «asilo cariñoso», el tío Rodolfo me mostró una foto enmarcada
del año 87, en donde un grupo de jóvenes de veintitantos años —bomberos todos—
posaban orgullosos con el nuevo carro de bomberos modelo Piers Dash. Me fijé bien en el
hombre que me señalaba. Sí, se parecía a él, pero… no podía apostarlo. Le pregunté si
estaba seguro y él sonrió. «Por supuesto que sí, ese es tu papá», dijo. Luego me explicó
que muchos jóvenes criados en el barrio habían sido bomberos. Era casi una tradición,
aunque las vueltas de la vida los habían llevado por caminos distintos. «Pero estos que
ves acá son tus vecinos, papás de tus amigos, gente que aún vive en estas cuadras»,
afirmó.
Ahhh, recuerdos. ¿Por qué me apetecía ver esa foto otra vez? Supongo que después de
haber visto a un muerto, odiar a tu hermano y estar a punto de partir de vacaciones
forzadas, sentí algo de nostalgia, unas extrañas ganas de ver a mi papá, aunque fuese en
una foto. Mientras recorría con mis ojos el escritorio en busca de mi objetivo, me fijé en
unas cajas debajo del mesón largo y viejo en donde el tío Rodolfo construye, destruye,
lee, almuerza y escucha música. Tenían un timbre que decía: «Eco». Eran nuevas, y tal
vez por eso me llamaron la atención.
Estaba a punto de agacharme para apreciarlas con más tranquilidad, cuando el tío me
interrumpió.
—¿Y? ¿Qué se cuenta?
Lo miré, pero él seguía en los muñecos de plomo. Supuse que en realidad no me había
preguntado nada, así que seguí mi descenso para ver esas raras cajas. Sin embargo, él
volvió a la carga.
—Te pregunté qué se cuenta —dijo, esta vez más profundo.
—Nada. O sea sí. Se murió el Chuña, pero usted no lo conoce. ¿Dónde está esa foto de
usted y mi papá?
Giré para buscarla, cuando sentí sus manos en mi polera. Fue brusco. Me levantó y me
miró a los ojos. No supe si estaba enojado o simplemente no quería que estuviera ahí,
pero lo cierto es que casi me ordenó repetirle mis palabras. Así que lo hice.
—El Chuña, un vago que era amigo. Murió esta mañana.
Chupete salió de su pieza y me llamó. El tío Rodolfo me hizo un gesto para que me
retirara. Rápido. No lo verbalizó, pero yo lo sentí. Avancé hacia el pasillo y sentí la puerta
del taller cerrarse a mi espalda. El Seba, de pantalón corto y con la pelota en la mano, me
miró.
—¿Qué pasó?
—Nada —respondí.
—¿Y por qué tienes esa cara?
—Ehhh.
—No empieces con tus ehhh, ¿quieres?
—Tenemos cosas que hacer.
Salí de la casa sin mirar atrás. Chupete me siguió. No hablamos casi nada. Para qué, si
había tiempo de sobra.
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