Page 18 - El club de los que sobran
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Capítulo 4
No es de extrañar que una vez retirado el cuerpo del Chuña desde el Parque
Bustamante, mi hermano Pablo enfilara donde la Dominga. Tampoco es raro que yo lo
siguiera, y menos que cuando se dio cuenta de esto, casi al cruzar Irarrázaval, abriera su
horrible boca y dijera:
—¿Dónde crees que vas, péndex?
—No sé, ¿dónde vamos?
—¿Vamos? Eso es mucha gente.
—Oye, nunca había visto a un muerto. Y para más remate, yo te avisé. Yo fui el que
descubrió al Chuña.
No respondió. Levantó su puño y me hizo la señal internacional de «más te vale que no
sigas» que todos conocemos. Y yo me quedé ahí, quieto, obediente como siempre, manso
como cachorro en vitrina esperando ser comprado. Malditos hermanos. No sé a quién se
le ocurrió la idea de traer a gente que lo único que hace es dormir, comerse tus yogures,
acusarte cuando ya no pueden chantajearte y más encima robarte las niñas que se supone
están hechas para uno.
Volví al barrio, perdido, con el corazón medio destruido y pensando en que tal vez mi
mamá tenía razón: levantarse en la mañana y no tener a nadie con quien hablar no es
buena idea para un niño de mi edad. O al menos para un niño como yo.
Subí por Malaquías Concha. Es una calle con fuerza, que llega hasta Infante, con casas
continuas y que aún mantiene intacto el mayor orgullo del barrio: sus talleres mecánicos.
Es extraño, aunque cada año los autos se venden como pan caliente en Chile, los garajes
han ido desapareciendo de nuestra fauna. Bien lo sabe mi papá, que comenzó a
despotricar contra «esos ladrones» hace años, cuando aún tenía su trabajo a la vuelta de la
esquina de nuestra casa —en Mujica 0187—, en el famoso taller de don Juan,
administrado por… sí, don Juan.
El Tano, como le decían en el barrio, había llegado de Italia escapando de la Segunda
Guerra Mundial. Fanático de la Ferrari, encontró en avenida Italia su segundo hogar.
Pronto armó en el patio de su casa un taller mecánico que con los años fue creciendo.
Prácticamente adoptó a mi papá y un poco a todos nosotros. Organizó las primeras fiestas
navideñas que yo recuerde, con grandes banquetes en la esquina de avenida Italia con
Sucre, donde hoy se celebran matrimonios que dejan al barrio pasado a cerveza. En las
fiestas, el Tano, nos regalaba réplicas de Ferraris en miniaturas y, aunque no lo crean, mi
hermano decía contento «muchas gracias».
Hace tres años el Tano anunció que volvía a vivir a Italia. O al menos eso dijo mi papá.
Explicó que le habían ofrecido buena plata por su taller. Desde ese día mi papá no le
habló más. Don Juan fue a verlo personalmente a nuestra casa para que aceptara su
indemnización, pero mi viejo es un tipo orgulloso. No le ha servido de nada en la vida,
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