Page 28 - El club de los que sobran
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—Cállate, ¿quieres? ¡Todo esto es culpa tuya!
             Entonces oí que una puerta se abría. Era la Dominga, que se bajó y salió corriendo. La
          vimos  perderse  por  el  parque,  en  dirección  a  Matta  Oriente.  Y  como  un  fantasma,
          despareció.
             —¿Estás contenta? —le preguntó Pablo a mi mamá.
             —Contenta voy a estar cuando dejes de darme problemas, Pablo.
             Volvimos en poco menos de un minuto a la casa. Cuando entramos, corrí a mi pieza.
          Pensé que estaba a punto de estallar otra guerra mundial entre mi hermano y mi mamá,
          pero me equivoqué. Cada uno hizo lo mismo que yo: refugiarse. En pocos minutos, otra
          vez reinaba la paz. Yo traté de dormir, pero la imagen de Santiago de noche aún palpitaba
          en mi cabeza. Tenía sentimientos encontrados; me encantaba la seguridad de mi casa y de
          mi cuarto, pero tenía curiosidad por conocer esas calles, el cerro encallado en medio de la
          ciudad. Pensaba en todo esto cuando la puerta se abrió. Es mi mamá para darme el beso
          de las buenas noches, pensé. Pero ya verán: yo no soy índigo.
             —Péndex, ¿estás despierto? —preguntó Pablo.
             —Sí.
             Se acercó en la oscuridad. Traté de prender la luz, pero él me dijo que no lo hiciera,
          «así la mamá sigue durmiendo».
             —¿Qué quieres? —pregunté tras una pausa de silencio.
             —¿Sabes dónde fuiste a buscarme?
             —Sí. A la morgue.
             —¿Y sabes qué hay en la morgue?
             —Gente muerta.
             —Muy bien.
             —No me trates como a un niño, Pablo, ¿quieres?
             —Oye, no te enojes.
             —Yo vi primero al Chuña muerto, no te olvides.
             —Sí ya sé.
             —Y tú te pusiste a llorar… yo no —dije como defendiéndome.
             Mi hermano se rió. Me dio un amistoso golpe en el hombro, señal de amor fraternal.
          Luego dijo:
             —Desde que se lo llevaron, estuve con la Dominga todo el día. Ella me vio triste y yo
          no  sabía  qué  hacer.  Quería  que  el  Chuña  tuviera  una  despedida  buena,  como  se  la
          merecía.
             —No te sigo.
             —Quería enterrarlo, hacerle una ceremonia.
             —¿Y?
             —Yo sabía que el Chuña no tenía a nadie. Él me lo había dicho, ¿sabes?
             —No, no tenía idea.
             —Nosotros  hablábamos  de  todo.  De  minas,  de  la  vida,  del  colegio  y  hasta  de  los
          planetas. El Chuña era un tipo muy inteligente… un sabio.
             —Oye, Pablo, ¿no le estarás poniendo mucho?
             —No, en serio. Ya, era borracho y medio rabioso, pero conmigo era… no sé cómo
          explicarlo. Y no siempre fue así.
             —¿Así cómo?
             —Vago.  Según  él,  su  familia  tuvo  mucha  plata.  Me  dijo  que  había  nacido  en  este



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