Page 105 - El club de los que sobran
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los más temerarios. El Chuña, el tío Rodolfo…
             Chupete mira a su padre con admiración. Ya estamos en el jardín de la propiedad del
          enemigo, y no nos separamos el uno del otro. Mi amigo nos relata:
             —Cuando llegué a la casa lo vi sentado en esos sillones horribles que tiene mi mamá.
          Estaba  con  los  ojos  cerrados,  pero  no  dormía.  Me  dijo  que  nos  estaban  buscando  por
          cielo, mar y tierra. Le pedí perdón, pero me respondió que no le importaba. Entonces le
          conté todo. Le hablé del Chuña, de la bodega, de nuestros intentos patéticos por sacarlo.
          Entonces, se levantó como un resorte y dijo: «Esto es todo. Me aburrí».
             —¿Y? —pregunto.
             —¿Cómo que «y»? ¿Te parece poco?
             —Por cierto que no, Chupetín. Esto, sea lo que sea, es más grande de lo que jamás
          imaginamos.
             El  tío  Rodolfo,  siempre  rodeado  de  los  dos  guardias,  avanza  hacia  la  puerta  de  la
          bodega. Uno de ellos nos mira incrédulo y pregunta:
             —Oigan, si esto es por la pelota de fútbol…
             Me da un ataque de risa que combato pensando en lo feo que debe ser Pueblo Seco. El
          tío  Rodolfo  ni  siquiera  responde  a  la  pregunta  del  guardia.  Empuja  la  puerta  de  la
          propiedad con fuerza, momento en el cual los dos fortachones que arrastraban al Chuña le
          bloquean la entrada.
             —Váyase por las buenas o llamamos a Carabineros.
             —Nos acaban de reportar un incendio, señor —responde el tío Rodolfo—. Y no me
          voy  a  ir  de  acá  hasta  hacer  una  revisión  exhaustiva  de  toda  la  bodega,  incluido  el
          instrumental.
             —¿Acaso no me oíste, viejo decrépito? —pregunta uno de los chicos malos, quien en
          esos momentos se abre la chaqueta y deja ver una pistola.
             Nos quedamos todos en silencio. El tío Rodolfo se frena. Estoy seguro de que tiene un
          acceso  de  miedo  que  le  recorre  el  cuerpo.  Su  hijo,  alias  Chupetín  (para  nosotros,  los
          amigos) se adelanta unos pasos y le da la mano. Se la aprieta con fuerza, pero su padre no
          reacciona. El otro guardia sonríe, está a punto de cerrarnos la puerta en las narices, pero
          entonces nuestro gran-súper-defensor lo empuja. ¡Empuja y entra a la bodega, amigos!
          Como si nada, señores. El tío Rodolfo es ahora un superhéroe.
             Inmediatamente se produce una especie de guerra mundial. Los dos guardias se lanzan
          sobre el tío Rodolfo, que cae igualito a Messi cuando le dan una patada. Chupete grita
          medio histérico pidiendo ayuda, y unos cinco bomberos-vejetes se meten en la pelea.
             Estamos en un pasillo que nos comunica con la bodega en donde vimos al Chuña por
          última vez. La más inteligente del grupo (obvio, la Dominga) nos agarra a mí y a Pablo y
          nos hace una seña para que la sigamos. Saltamos por sobre los hombres que se revuelcan
          en el piso y avanzamos. Cuando llegamos al lugar del avistamiento, me entra el miedo: no
          hay nadie. Corro hacia la ventana y veo que la gran camioneta negra se aleja. Temo lo
          peor. Le indico a Pablo que se me una, pero no me hace caso. Decide volver al pasillo y
          patear las puertas de las oficinas. Okey, supongo que es lo que siempre ha soñado. Ha
          visto demasiada televisión. Me pregunto por qué no las abre como gente normal, pero la
          verdad  es  que  no  tengo  tiempo  ni  ganas  de  averiguarlo.  Entramos  tras  él  a  la  primera
          oficina.  Nadie.  Solo  un  par  de  computadores  y  un  gran  mapa  de  Santiago,  repleto  de
          tachuelas que indican lugares de venta. Malditos retails, decía mi papá, van a terminar
          dueños del mundo. Papi: tenías razón.



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