Page 102 - El club de los que sobran
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detenerme. Nadie puede, a menos que…
             Me freno en seco en la esquina de la calle Emilio Vaisse y Tucapel. Por una ráfaga de
          segundo creo que estoy soñando. Pero cuando llegan Pablo y la Dominga, y ella dice un
          «que  lo  parió»,  me  doy  cuenta  de  que  esto  es  verdad.  Nítidamente  y  hasta  casi
          ridículamente real.
             Frente a nosotros hay un carro de bomberos. Grande, único, antiguo y nuestro. Chupete
          está  en  el  asiento  del  copiloto  y  sonríe  estúpidamente.  Sobre  la  polera  de  la  selección
          chilena, el uniforme de bomberos se le ve demasiado grande. Pero hay que reconocerlo:
          lo usa con orgullo. Al igual que el tío Rodolfo, que maneja el tremendo carro. Como si
          nada, se asoma por la ventana y dice:
             —¿Qué esperan?
             Nos miramos con la Dominga y Pablo. ¿Esperar?
             Me  siento  como  Han  Solo  en  El  regreso  del  Jedi.  A  mi  hermano  le  encanta  esa
          película. Es como antigua, pero a él le gustan ese tipo de héroes. En fin. Cuando Han es
          rescatado por sus amigos, dice algo así como «me ausento un tiempo y a todos les dan
          delirios de superhéroes».
             Chupete zanja cualquier duda y explica con urgencia.
             —Súbanse a la bomba. Vamos a ir a sacar al Chuña… ahora, ¡rápido!
             No nos da tiempo de ponernos a reír. O llorar. Ustedes eligen. La Dominga se la juega
          primero. Pablo me agarra del cuello y me obliga a saltar a lo desconocido.
             Comienza a sonar la sirena. El barrio ya está acostumbrado, así que nos movemos con
          tranquilidad. Colgados como en las micros en hora punta, Chupete nos hace una seña para
          que nos vistamos de bomberos. Me parece una idea absolutamente ridícula, pero la acepto
          bajo  estas  extraordinarias  circunstancias.  A  la  Dominga  se  le  arranca  una  sonrisa
          encantadora,  tanto  que  me  arrepiento  de  haberla  mandado  a  buena  parte  hace  unos
          minutos. Pablo se niega a vestirse de algo que no sea cool, pero su polola es más fuerte.
             Las curvas son cerradas, la velocidad aumenta. Nos acercamos al corazón del peligro,
          al nido de la maldad, al epicentro del enigma.
             Entonces  me  asalta  una  duda:  ¿cómo  demonios  vamos  a  entrar  a  ese  lugar  si  solo
          somos un grupo de niños? Ah, y un señor que para el resto del barrio es sinónimo de
          borracho.
             Supongo  que  mi  hermano  también  lo  imagina,  porque  cuando  agarramos  Tegualda,
          advierte:
             —¡Esto es una estupidez!
             Y tiene razón. No con esas palabras, pero tiene razón. Esto es imposible, una soberana
          tontera. Me arrepiento de mi corrida y de haber aceptado la invitación de Chupete. Quiero
          huir. Ahora.
             Entonces sucede algo extraño. El carro se detiene justo en la intersección con la calle
          Colo-Colo. Veo la gran bodega del supemercado Eco y me tiemblan las rodillas. Pero al
          bajar  del  camión  me  siento  más  seguro:  en  la  calle,  esperándonos  con  sus  respectivos
          uniformes de bomberos, hay al menos veinte hombres. Mi mamá diría «viejos patéticos»,
          pero yo soy más benevolente. El tío Rodolfo nos informa:
             —Este es mi ejército. Bomberos de tomo y lomo, la mayoría ya retirados, pero que
          saben que acá están pasando cosas extrañas. Y si vamos a salvar a este barrio, entonces lo
          vamos a hacer entre todos. ¿No es así, compañeros?
             El resto de los señores lo aplauden. Me siento como en un concierto de rock.



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