Page 108 - El club de los que sobran
P. 108

Capítulo 22











          Dejamos el almacén de doña Graciela y caminamos en silencio. El Chuña nunca habla

          mientras  come  helado.  Le  gusta  el  Chocolito,  porque  es  parecido  a  los  helados  que
          consumía cuando era niño. Los tiempos han cambiado mucho, repite sin cesar, y ahora
          que no toma vino, le ha bajado la añoranza por su niñez.
             A Pablo le da una lata terrible que la gran actividad en Pueblo Seco sea salir a la plaza,
          comprar un helado y dar vueltas esperando que algo ocurra. En el mes que llevamos de
          retiro obligatorio, jamás hemos hablado con nadie más que no sean mis abuelos. Su casa
          queda un poco apartada de la plaza, pero como este poblado no tiene más de diez calles,
          ustedes comprenderán que el trayecto al «centro neurálgico» es más bien un chiste.
             Lo que sí es un hecho es que no podemos sentarnos en las bancas de la plaza. El trasero
          del Chuña aún no cicatriza, y aunque le extrajeron la bala la misma noche de los hechos,
          todavía tiene un gran parche que, entre otras cosas, lo obliga a dormir de lado. Al menos,
          en esa posición, mi hermano se ha ahorrado sus ronquidos.
             Lo único diferente en los últimos treinta días es que hoy llega la Dominga. El tema de
          en qué pieza dormirá no se ha tocado en público (o al menos yo no lo he oído), pero me
          tinca que el Chuña se vendrá a dormir conmigo para dejar a los tortolitos reencontrarse.
             Sí, claro que me molesta, pero tampoco tanto. En este tiempo, he aprendido que no hay
          que apurar las cosas.
             Lo comencé a entender la noche en que rescatamos al Chuña. Aún sangrando y con el
          miedo de perderlo en medio del Barrio Italia, corrimos hacia nuestra casa. Grande fue mi
          sorpresa cuando abrimos la puerta y vimos nada menos que a mi abuelo en el living. A su
          lado, mi mamá se fumaba su decimocuarto cigarro de la noche.
             No hubo gritos ni reproches, más bien miradas y secretos develados. Mi mamá llamó al
          Chuña por su nombre, Jaime Pérez, y entendí que la vergüenza y los silencios de tantos
          años  estaban  por  explotar.  La  Dominga  trató  de  explicar  los  hechos,  comentar  que
          habíamos rescatado al Chuña porque era el último heredero de un imperio, pero mi abuelo
          la interrumpió.
             —No  nos  dices  nada  nuevo  —respondió,  para  luego  mirar  al  Chuña  y  continuar—.
          Muchachos, tenemos dos opciones: o vamos a un hospital y tendremos que explicar por
          qué tiene una bala incrustada en su trasero, o la sacamos aquí y ahora, con materiales más
          rudimentarios. Ahora bien, soy agricultor, y en muchas ocasiones he tenido que curar a
          mis animales. También le he disparado a pumas y a perros que tratan de comerse a los
          terneros. Sé lo que es disparar, y también sé lo que es curar. Ahora, si usted quiere que lo
          ayude, va a tener que aguantarse, porque esto va a doler.
             —¿Tiene algún trago? —preguntó el Chuña.
             —Whisky. ¿Te traigo un vaso? —preguntó mi mamá.
             —Mejor la botella —ordenó el Chuña.


                                                          108
   103   104   105   106   107   108   109   110   111   112