Page 109 - El club de los que sobran
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Esa fue la última vez que el Chuña probó una gota de alcohol.
             Lo que vino a continuación fue una lluvia de garabatos, mezclada con un sinnúmero de
          toallas manchadas con sangre, agua oxigenada, povidona y el sonido de una bala cayendo
          en un plato donde alguna vez comí pollo con arroz. Apoyado boca abajo sobre la mesa
          del comedor, el Chuña mostró el trasero a quien quisiera apreciarlo. Mi abuelo se sentó
          con unas pinzas e hizo lo suyo, auxiliado por mi mamá y la Dominga. Con Pablo nos
          dedicamos a correr por la casa, proveyendo de los materiales que nos pedían.
             A  eso  de  las  6  de  la  mañana,  suturaron  uno  de  los  cachetes  del  Chuña.  Cuando
          amanecía, supimos el veredicto:
             —Lo que han hecho puede tornarse en algo peligroso. Lo mejor es que desaparezcan
          por un tiempo —explicó mi abuelo.
             Nadie lo contradijo. Pablo pidió que se incorporara a la Dominga, pero fue ella la que
          le dijo que no se preocupara.
             Salimos con los primeros rayos de sol. Subimos a una camioneta Ford que hace tres
          décadas  fue  una  novedad.  El  Chuña  estaba  hasta  las  nubes  de  medicamentos,  y  en  el
          trayecto a Pueblo Seco balbuceaba palabras de su niñez. Habló del Colo-Colo del 73, de
          Caszely y de Chamaco, de su mamá y del sonido de las sirenas de los carros de bomberos.
          El resto —o sea mi abuelo, Pablo y yo— apenas abrimos la boca. Fueron seis horas casi
          en silencio.
             Llegamos  a  almorzar.  Mi  abuela  no  hizo  preguntas  y  tampoco  le  quisimos  contar
          mucho.

                                                          * * *

             De eso hace ya casi un mes.
             Pablo mira su reloj y anuncia lo que todos sabemos.
             —Ya es hora.
             A lo lejos se ve la micro suburbana que trae el preciado tesoro. Se estaciona frente a
          nosotros. La Dominga es la primera en bajar. Se ve mejor de lo que la recordaba.
             —¿Qué hacés, galán? —pregunta mirando a los ojos a Pablo.
             Lo abraza y lo besa como si el mundo se fuera a acabar, y estoy seguro de que, por un
          momento, mi hermano tiene ganas de llorar.
             Yo, al menos, me estoy aguantando.
             Tras los besos apasionados y los secretos y las risas, la Dominga se da cuenta de que el
          Chuña y yo también existimos.
             Me abraza con fuerza. De su mochila saca la camiseta roja de la selección y dice:
             —Te la mandó Chupete.
             —¿Cómo está? —pregunto.
             —Gordo, feo y bronceado. Estuvo tres semanas en El Quisco con su viejo. Ni que los
          hubieran escondido —dice con tono irónico.
             Me río. Quiero preguntarle miles de cosas, que me haga una exposición detallada del
          último  mes  que  ha  pasado,  pero  la  Dominga  mira  al  Chuña  y  sus  ojos  se  llenan  de
          lágrimas. Nuestro-ex-vago-amigo la rodea con los brazos y la cubre con su tranquilidad
          zen.
             —Tranquila, mi niña, ya estamos todos bien, tranquila.
             La Dominga sigue haciendo pucheros, y tras unos minutos, nos mira con una sonrisa.



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