Page 106 - El club de los que sobran
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La palabra muerte  ronda  con  demasiada  frecuencia  en  nuestras  cabezas,  en  especial
          desde el momento en que entendimos que al Chuña lo iban a matar por negarse a vender
          la casa que alguna vez perteneció a su familia.
             ¿Haría yo lo mismo?
             No tengo respuestas. Ey, no me malinterpreten, me gustan los parques, jugar fútbol al
          aire libre, los árboles, pero también me encantan los Play Station, escuchar música en mi
          MP4 y ver cine en 3D.
             «El progreso llega tarde o temprano», respondía mi mamá cuando mi papá se enojaba
          con los supermercados y sus tarjetas.
             Sí, todo llega. Incluso la muerte.
             —¡Acá está! —grita mi hermano al entrar a la otra oficina.
             Avanzo en su dirección y siento un escalofrío que me recorre por la espalda. Pablo se
          tira al suelo y de la boca le quita una cinta adhesiva al Chuña, que además tiene atadas las
          manos.  Ninguno  es  capaz  de  articular  una  sola  palabra.  El  Chuña  está  claramente  en
          shock, y me doy cuenta de que si Pablo abre la boca, se va a poner a llorar.
             Bajo el umbral de la puerta de la oficina, junto con la Dominga, suspiramos. Lo hemos
          logrado, pienso. Le doy la mano a la chica de mis sueños, pero ella no responde el gesto.
          Okey, no hay problema. Es la emoción. Ya habrá tiempo para los abrazos, los besos, las
          felicitaciones, los recono…
             —Ey, ¿¡qué se han creído…!?
             Giramos y vemos a uno de los guardias en medio del pasillo. Además de un ojo en tinta
          y de su traje bastante maltrecho, sigue vivo, igual de gigante y musculoso. Otra vez la
          palabra muerte me viene a la mente. Más aún cuando de su chaqueta saca una pistola.
             ¡Esto no es justo!
             —Dejen a ese hombre si no quieren que los mate a todos.
             La duda nos inunda el cuerpo. A lo lejos escucho la pelea del tío Rodolfo y los otros
          bomberos por entrar. Pero este mastodonte no es tan tonto como pensé, y nos empuja a mí
          y a la Dominga dentro de la oficina. Tras de sí, cierra la puerta. En resumen, estamos
          solos. Ni siquiera hay un teléfono para llamar a Batman. Todo es culpa de mi mamá:
          nunca ha querido comprarme un celular.
             El guardia avanza hacia el Chuña, quien se pone de pie a duras penas, siempre ayudado
          por  Pablo.  Mi  hermano  no  hace  ademán  de  separarse  del  Chuña,  incluso  cuando  lo
          apuntan con la pistola.
             —Sepárate del vago.
             —No —responde tajante.
             —Córrete te dije.
             —No lo voy a dejar.
             Lo miro. Y lo respeto. Me da tanta rabia su valentía que tengo que comerme todos mis
          insultos anteriores. La Dominga se ha quedado paralizada a mi lado. ¿Todavía lo amará?
          ¿Alguna vez me mirará con esos ojos?
             —Tranquilos, tranquilos —dice el Chuña. Por primera vez en mi vida lo veo sereno,
          mucho más despierto que todos nosotros. Mira directamente al hombre de la pistola y
          dice:
             —Déjalos ir. Déjalos ir y yo me quedo con ustedes.
             El grandulón duda. Sigue apuntando a Pablo, que no suelta al Chuña. Entonces algo
          raro sucede. El vago de nuestro barrio le habla a mi hermano de una manera única, casi



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