Page 23 - Crónicas de Narnia I - Junio 5to Básico
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nieve, se produjo un ruido leve y allí apareció una taza adornada de piedras
preciosas, llena de algo que hervía. Inmediatamente el Enano la tomó y se la
entregó a Edmundo con una reverencia y una sonrisa; pero no fue una sonrisa
muy agradable.
Tan pronto comenzó a beber, Edmundo se sintió mucho mejor. En su
vida había tomado una bebida como ésa. Era muy dulce, cremosa y llena de
espuma. Sintió que el líquido lo calentaba hasta la punta de los pies.
—No es bueno beber sin comer, Hijo de Adán —dijo la Reina un
momento después— ¿Qué es lo que te apetecería comer?
—Delicias turcas, por favor, su Majestad —dijo Edmundo.
La Reina derramó sobre la nieve otra gota de su botella y al instante
apareció una caja redonda atada con cintas verdes de seda. Edmundo la abrió:
contenía varias libras de lo mejor en Delicias turcas. Eran dulces y esponjosas.
Edmundo no recordaba haber probado jamás algo semejante.
Mientras comía, la Reina no dejó de hacerle preguntas. Al comienzo,
Edmundo trató de recordar que era vulgar hablar con la boca llena. Pero luego
se olvidó de todas las reglas de educación y se preocupó únicamente de comer
tantas Delicias turcas como pudiera. Y mientras más comía, más deseaba
continuar comiendo.
En el intertanto no se le pasó por la mente preguntarse por qué su
Majestad era tan inquisitiva. Ella consiguió que él le contara que tenía un
hermano y dos hermanas y que una de éstas había estado en Narnia y había
conocido al Fauno. También le dijo que nadie, excepto ellos, sabía nada sobre
Narnia. La Reina pareció especialmente interesada en el hecho de que los niños
fueran cuatro y volvió a ese punto con frecuencia.
—¿Estás seguro de que ustedes son sólo cuatro? Dos Hijos de Adán y dos
Hijas de Eva, ¿nada más ni nada menos?
Edmundo, con la boca llena de Delicias turcas, se lo reiteraba. "Sí, ya se lo
dije", repetía olvidando llamarla "su Majestad". Pero a ella eso no parecía
importarle ahora.
Por fin las Delicias turcas se terminaron. Edmundo mantuvo la vista fija en
la caja vacía con la esperanza de que ella le ofreciera algunas más.
Probablemente la Reina podía leer el pensamiento del niño, pues sabía —y
Edmundo no— que esas Delicias turcas estaban encantadas y que quien las
probaba una vez, siempre quería más y más. Y si se le permitía continuar, no
podía detenerse hasta que enfermaba y moría. Ella no le ofreció más; en lugar
de eso, le dijo:
—Hijo de Adán, me gustaría mucho conocer a tus hermanos. ¿Querrías
traérmelos hasta aquí?
—Trataré —contestó Edmundo, todavía con la vista fija en la caja vacía.
—Si tú vuelves, pero con ellos por supuesto, podré darte Delicias turcas