Page 20 - Crónicas de Narnia I - Junio 5to Básico
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en la cabeza llevaba un capuchón rojo con un largo pompón dorado en la
                  punta; su enorme barba le cubría las rodillas y le servía de alfombra. Detrás de
                  él, en un alto asiento en el centro  del trineo, se hallaba una persona muy
                  diferente: era una señora inmensa, más grande que todas las mujeres que
                  Edmundo conocía. También estaba envuelta hasta el cuello en una piel blanca.
                  En su mano derecha sostenía una vara dorada y llevaba una corona sobre su
                  cabeza. Su rostro era blanco, no pálido, sino blanco como el papel, la nieve o el
                  azúcar. Sólo su boca era muy roja. A pesar de todo, su cara era bella, pero
                  orgullosa, fría y severa.





























                  Mientras se acercaba hacia Edmundo, el trineo presentaba una magnífica visión
                  con el sonido de las campanillas, el látigo del Enano que restallaba en el aire y
                  la nieve que parecía volar a ambos lados del carruaje.
                        —¡Deténte! —exclamó la Dama, y el Enano tiró tan fuerte de las riendas
                  que por poco los renos cayeron sentados. Se recobraron y se detuvieron
                  mordiendo los frenos y resoplando. En el aire helado, la respiración que salía de
                  las ventanas de sus narices se veía como si fuera humo.
                        —¡Por Dios! ¿Qué eres tú? —preguntó la Dama a Edmundo.
                        —Soy..., soy..., mi nombre es Edmundo —dijo el niño con timidez.
                        La Dama puso mala cara.
                        —¿Así te diriges a una Reina? —preguntó con gran severidad.
                        —Le ruego que me perdone, su Majestad. Yo no sabía...
                        —¿No conoces a la Reina de Narnia? —gritó ella—. ¡Ah! ¡Nos conocerás
                  mejor de ahora en adelante! Pero..., te repito, ¿qué eres tú?
                        —Por favor, su Majestad —dijo Edmundo—, no sé qué quiere decir
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