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Capítulo II




                        Mr.  Foster  se  quedó  en  la  Sala  de  Decantación.  El  DIC  y  sus  alumnos
                  entraron en el ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.
                        Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba
                  el rótulo de la entrada.
                        El  director  abrió  una puerta.  Entraron  en  una  vasta  estancia  vacía,  muy
                  brillante y soleada, porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de
                  parte  a  parte.  Media  docena  de  enfermeras,  con  pantalones  y  chaqueta  de
                  uniforme,  de  viscosilla  blanca,  los  cabellos  asépticamente  ocultos  bajo  cofias
                  blancas,  se  hallaban  atareadas  disponiendo  jarrones  con  rosas  en  una  larga
                  hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, suaves
                  y sedosos como las mejillas de innumerables querubes, pero de querubes, bajo
                  aquella  luz  brillante,  no  exclusivamente  rosados  y  arios,  sino  también
                  luminosamente  chinos  y  también  mejicanos  y  hasta  apopléticos  a  fuerza  de
                  soplar  en  celestiales  trompetas,  o  pálidos  como  la  muerte,  pálidos  con  la
                  blancura póstuma del mármol.
                        Cuando el DIC entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.
                        —Coloquen los libros —ordenó el director.
                        En  silencio,  las  enfermeras  obedecieron  la  orden.  Entre  los  jarrones  de
                  rosas, los libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles
                  se abrieron invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada
                  de animales, peces o pájaros.
                        —Y ahora traigan a los niños.
                        Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno
                  o  dos  minutos;  cada  una  de  ellas  empujaba  una  especie  de  carrito  de  té  muy
                  alto, con cuatro estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había un
                  crío  de  ocho  meses.  Todos  eran  exactamente  iguales  (un  grupo  Bokanovsky,
                  evidentemente)  y  todos  vestían  de  color  caqui,  porque  pertenecían  a  la  casta
                  Delta.
                        —Pónganlos en el suelo.
                        Los carritos fueron descargados.
                        —Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores y los libros.
                        Los  chiquillos  inmediatamente  guardaron  silencio,  y  empezaron  a
                  arrastrarse  hacia  aquellas  masas  de  colores  vivos,  aquellas  formas  alegres  y
                  brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol
                  palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a
                  impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar
                  de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron
                  pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.
                        El director se frotó las manos.
                        —¡Estupendo! —exclamó—. Ni hecho a propósito.
                        Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían,
                  inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban
                  las  páginas  iluminadas  de  los  libros.  El  director  esperó  verles  a  todos
                  alegremente atareados. Entonces dijo:
                        —Fíjense bien.
                        La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro
                  extremo  de  la  sala,  bajó  una  pequeña  palanca.  Se  produjo  una  violenta
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