Page 91 - El contrato social
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CAPÍTULO I
LA VOLUNTAD GENERAL ES INDESTRUCTIBLE
En tanto que muchos hombres reunidos se consideran como un solo cuerpo, no tienen más que una
voluntad, que se refiere a la común conservación y al bienestar general. Entonces todos los resortes
del Estado son vigorosos y sencillos; sus máximas, claras y luminosas; no tienen intereses
embrollados, contradictorios; el bien común se muestra por todas partes con evidencia, y no exige
sino buen sentido para ser percibido. La paz, la unión, la igualdad son enemigas de las sutilezas
políticas. Los hombres rectos y sencillos son difíciles de engañar, a causa de su sencillez: los ardides,
los pretextos refinados no les imponen nada, no son ni siquiera bastante finos para ser engañados.
Cuando se ve en los pueblos más felices del mundo ejércitos de campesinos que resuelven los asuntos
del Estado bajo una encina y que se conducen siempre con acierto, ¿puede uno evitar el despreciar los
refinamientos de las demás naciones que se hacen ilustres y miserables con tanto arte y misterio?
Un Estado gobernado de este modo necesita muy pocas leyes, y a medida que se hace preciso
promulgar algunas, esta necesidad se siente universalmente. El primero que las propone no hace sino
decir lo que todos han sentido, y no es cuestión, pues, ni de intrigas ni de elocuencia para dar carácter
de ley a lo que cada cual ha resuelto hacer, tan pronto como esté seguro de que los demás lo harán
como él.
Lo que engaña a los que piensan sobre esta cuestión es que, no viendo más que Estados mal
constituidos desde su origen, les impresiona la imposibilidad de mantener en ellos una civilidad
semejante; se ríen de imaginar todas las tonterías de que un pícaro sagaz, un charlatán insinuante,
podrían persuadir al pueblo de París o de Londres. No saben que Cromwell hubiese sido castigado a
ser martirizado por el pueblo de Berna, y al duque de Beauford le habrían sido aplicadas las
disciplinas por los ginebrinos.
Pero cuando el nudo social comienza a aflojarse y el Estado a debilitarse; cuando los intereses
particulares empiezan a hacerse sentir y las pequeñas sociedades a influir sobre la grande, el interés
común se altera y encuentra oposición; ya no reina la unanimidad en las voces; la voluntad general ya
no es la voluntad de todos; se elevan contradicciones, debates, y la mejor opinión no pasa sin
discusión.
En fin: cuando el Estado, próximo a su ruina, no subsiste sino por una fórmula ilusoria y vana;
cuando el vínculo social se ha roto en todos los corazones; cuando el más vil interés se ampara
descaradamente en el nombre sagrado del bien público, entonces la voluntad general enmudece:
todos, guiados por motivos secretos, no opinan ya como ciudadanos, como si el estado no hubiese
existido jamás, y se hacen pasar falsamente por leyes decretos inicuos, que no tienen por fin más que
el interés particular.
¿Se sigue de aquí que la voluntad general esté aniquilada o corrompida? No. Esta es siempre
constante, inalterable, pura; pero está subordinada a otras que se hallan por encima de ella. Cada uno,
separando su interés común, se ve muy bien que no puede separarlo por completo; pero su parte del
mal público no le parece nada, en relación con el bien exclusivo que pretende apropiarse.
Exceptuando este bien particular, quiere el bien general, por su propio interés, tan fuertemente como
ningún otro. Aun vendiendo su sufragio por dinero, no extingue en sí la voluntad general; la elude.