Page 111 - El contrato social
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dios,  se  reconocen  todos  hermanos,  y  la  sociedad  que  los  une  no  se  disuelve  ni  siquiera  con  la
  muerte.

      Mas no teniendo esta religión ninguna relación con el cuerpo político, deja que las leyes saquen
  la  fuerza  de  sí  mismas,  sin  añadirle  ninguna  otra,  y  de  aquí  que  uno  de  los  grandes  lazos  de  la
  sociedad  particular  quede  sin  efecto.  Más  aún;  lejos  de  unir  los  corazones  de  los  ciudadanos  al

  Estado,  los  separa  de  él  como  de  todas  las  cosas  de  la  tierra.  No  conozco  nada  más  contrario  al
  espíritu social.

      Se  nos  dice  que  un  pueblo  de  verdaderos  cristianos  formaría  la  más  perfecta  sociedad  que  se
  puede imaginar. No veo en esta suposición más que una dificultad: que una sociedad de verdaderos
  cristianos no sería una sociedad de hombres.
      Digo más: que esta supuesta sociedad no sería, con toda esta perfección, ni la más fuerte ni la más

  durable; a fuerza de ser perfecta, carecería de unión, y su vicio destructor radicaría en su perfección
  misma.

      Cada  cual  cumpliría  su  deber:  el  pueblo  estaría  sometido  a  las  leyes;  los  jefes  serían  justos  y
  moderados;  los  magistrados,  íntegros,  incorruptibles;  los  soldados  despreciarían  la  muerte;  no
  habría ni vanidad ni lujo. Todo esto está muy bien; pero miremos más lejos.
      El cristianismo es una religión completamente espiritual, que se ocupa únicamente de las cosas

  del cielo; la patria del cristianismo no es de este mundo. Cumple con su deber, es cierto; pero lo
  cumple  con  una  profunda  indiferencia  sobre  el  buen  o  mal  éxito.  Con  tal  que  no  haya  nada  que

  reprocharle, nada le importa que vaya bien o mal aquí abajo. Si el Estado es floreciente, apenas si se
  atreve a gozar de la felicidad pública; teme enorgullecerse de la gloria de su país; si el Estado decae,
  bendice la mano de Dios, que se deja sentir sobre su pueblo.

      Para  que  la  sociedad  fuese  pacífica  y  la  armonía  se  mantuviese,  sería  preciso  que  todos  los
  ciudadanos, sin excepción, fuesen igualmente buenos cristianos; pero si, desgraciadamente, surge un
  solo ambicioso, un solo hipócrita, un Catilina o, por ejemplo, un Cromwell, seguramente daría al

  traste con sus piadosos compatriotas. La caridad cristiana no permite fácilmente pensar mal en el
  prójimo. Así, pues, desde el momento en que encuentre, mediante alguna astucia, el arte de imponerse
  y  apoderarse  de  una  parte  de  la  autoridad  pública,  nos  hallaremos  ante  un  hombre  constituido  en

  dignidad. Dios quiere que se le respete: en seguida se convierte, por tanto, en un poder; Dios quiere
  que se le obedezca. Si el depositario de este poder abusa de él, es la vara con que Dios castiga a sus
  hijos. Si se convenciesen de que había que echar al usurpador, sería preciso turbar el reposo público,

  usar de violencia, verter la sangre; pero todo ello concuerda mal con la dulzura del cristianismo, y,
  después de todo, ¿qué importa que sea libre o esclavo en este valle de miserias? Lo esencial es ir al
  paraíso, y la resignación no es sino un medio más para conseguirlo.

      Si sobreviene alguna guerra extranjera, los ciudadanos marchan sin trabajo al combate; ninguno
  de ellos piensa huir; cumplen con su deber, pero sin pasión por la victoria; saben morir mejor que
  vencer. Que sean vencedores o vencidos, ¿qué importa? ¿No sabe la Providencia mejor que ellos lo

  que  les  conviene?  Imagínese  qué  partido  puede  sacar  de  su  estoicismo  un  enemigo  soberbio,
  impetuoso, apasionado. Poned frente a ellos estos pueblos generosos, a quienes devora el ardiente
  amor de la gloria y de la patria; suponed vuestra república cristiana frente a Esparta o a Roma: los

  piadosos  cristianos  serán  derrotados,  aplastados,  destruidos,  antes  de  haber  tenido  tiempo  de
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