Page 112 - El contrato social
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reconocerse, o no deberán su salvación sino al desprecio que su enemigo conciba por ellos. Era un
buen juramento, a mi juicio, el de los soldados de Fabio: no juraron morir o vencer; juraron volver
vencedores, y mantuvieron su juramento. Nunca hubiesen hecho los cristianos nada semejante;
hubiesen creído tentar a Dios.
Pero me equivoco al hablar de una república cristiana; cada una de estas palabras excluye a la
otra. El cristianismo no predica sino sumisión y dependencia. Su espíritu es harto favorable a la
tiranía para que ella no se aproveche de ello siempre. Los verdaderos cristianos están hechos para ser
esclavos; lo saben, y no se conmueven demasiado: esta corta vida ofrece poco valor a sus ojos.
Se nos dice que las tropas cristianas son excelentes; yo lo niego: que se me muestre alguna. Por lo
que a mí toca, no conozco tropas cristianas. Se me citarán las Cruzadas. Sin discutir el valor de las
Cruzadas, haré notar que, lejos de ser cristianos, eran soldados del sacerdote, eran ciudadanos de la
Iglesia, se batían por su país espiritual, que él había convertido en temporal no se sabe cómo.
Interpretándolo como es debido, esto cae dentro del paganismo; puesto que el Evangelio no establece
en parte alguna una religión nacional, toda guerra sagrada se hace imposible entre los cristianos.
Bajo los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes; todos los autores cristianos
lo afirman, y yo lo creo; se trataba de una emulación de honor contra las tropas paganas. Desde que
los emperadores fueron cristianos, esta emulación desapareció, y cuando la cruz hubo desterrado al
águila, todo el valor romano dejó de existir.
Pues poniendo a un lado las consideraciones políticas, volvamos al derecho y fijemos los
principios sobre este punto importante. El derecho que el pacto social da al soberano sobre los
súbditos no traspasa, como he dicho los límites de la utilidad pública [57] . Los súbditos no tienen, pues,
que dar cuenta al soberano de sus opiniones sino en tanto que estas opiniones importan a la
comunidad. Ahora bien; importa al Estado que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar
sus deberes; pero los dogmas de esta religión no le interesan ni al Estado ni a sus miembros sino en
tanto que estos dogmas se refieren a la moral y a los deberes que aquel que la profesa está obligado a
cumplir respecto de los demás. Cada cual puede tener, por lo demás, las opiniones que le plazca, sin
que necesite enterarse de ello el soberano; porque como no tiene ninguna competencia en el otro
mundo, cualquiera que sea la suerte de los súbditos en una vida postrera, no es asunto que a él
competa, con tal que sean buenos ciudadanos en ésta.
Hay, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no
precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es
imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel [58] . No puede obligar a nadie a creerles, pero puede
desterrar del Estado a cualquiera que no los crea; puede desterrarlos, no por impíos, sino por
insociables, por incapaces de amar sinceramente a las leyes, la justicia, e inmolar la vida, en caso de
necesidad, ante el deber. Si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos
dogmas, se conduce como si no los creyese, sea condenado a muerte; ha cometido el mayor de los
crímenes: ha mentido ante las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser sencillos, en pequeño número, enunciados con
precisión, sin explicación ni comentarios. La existencia de la Divinidad poderosa, inteligente,
bienhechora, previsora y providente; la vida, por venir, la felicidad de los justos, el castigo de los
malos, la santidad del contrato social y de las leyes; he aquí los dogmas positivos. En cuanto a los