Page 64 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               El sol le llegaba por la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo
            de la tierra.
               La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la
            luz,  mientras  que  los  gritos  de  Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los
            campos: «¡Están matando a don Pedro!».
               Abundio Martínez oía que aquella mujer gritaba. No sabía qué hacer para acabar con
            esos gritos. No le encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la
            vieja se debían estar oyendo muy lejos. Quizá  hasta  su  mujer  los  estuviera  oyendo,
            porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su mujer
            que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio  de  su  casa,  adonde  él  la  había
            sacado para que se serenara y no se apestara  pronto.  La  Cuca,  que  todavía  ayer  se
            acostaba con él, bien viva, retozando como una patrona, y que lo mordía y le raspaba la
            nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió  apenas  nacido,  dizque
            porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos
            males tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuanto tuvo
            que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de nada
            había servido... La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el relente, con los ojos
            cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún otro.
               -¡Ayúdenme! -dijo-. Denme algo.
               Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella mujer lo dejaban sordo.
               Por el camino de Comala se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se
            convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de
            gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara.
               Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la
            casa.
               -¿No le ha pasado nada a usted, patrón? -preguntaron.
               Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la cabeza.
               Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano:
               -Vente con nosotros -le dijeron-. En un buen lío te has metido.
               Y él los siguió.
               Antes de entrar en el pueblo les pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa
            amarilla como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua.
            Entonces le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada:
               -Estoy borracho -dijo.
               Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los hombros de  ellos,  que  lo
            llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los pies.


               Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el
            pueblo.  Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus
            rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de
            sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el
            mismo  camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus
            pensamientos.
               «Susana -dijo. Luego cerró los ojos-. Yo te pedí que regresaras...
               »... Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los
            rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras
            tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu
            cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.»





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