Page 70 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              El coronel Aureliano Buendía no se alarmó por la frialdad de la proposición, sino por la forma
           en que se anticipó una fracción de segundo a su propio pensamiento.
              -No esperen que yo dé esa orden -dijo.
              No  la  dio,  en  efecto.  Pero  quince  días  después  el  general  Teófilo  Vargas  fue  despedazado  a
           machetazos en una emboscada y el coronel Aureliano Buendía asumió el mando central.
              La  misma noche    en  que  su  autoridad fue  reconocida por   todos  los  comandos   rebeldes,
           despertó sobresaltado, pidiendo a gritos una manta. Un frío interior que le rayaba las huesos y lo
           mortificaba inclusive a pleno salle impidió dormir bien varias meses, hasta que se le convirtió en
           una costumbre.    La  embriaguez  del  poder  empezó   a descomponerse    en  ráfagas  de  desazón.
           Buscando   un  remedio  contra  el frío,  hizo  fusilar  al joven  oficial que  propuso  el asesinato  del
           general Teófilo Vargas. Sus órdenes se cumplían antes de ser impartidas, aun antes de que él las
           concibiera, y siempre llegaban mucho más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar.
           Extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo. Le molestaba la gente
           que  lo  aclamaba  en  los  pueblos  vencidos,  y  que  le  parecía  la  misma  que  aclamaba  al enemigo.
           Por todas partes encontraba adolescentes que lo miraban con sus propios ojos, que hablaban con
           su propia voz, que lo saludaban con la misma desconfianza con que él los saludaba a ellos, y que
           decían ser sus hijos. Se sintió disperso, repetido, y más solitario que nunca. Tuvo la convicción de
           que  sus  propios  oficiales  le  mentían.  Se  peleó  con  el duque  de  Marlborough.  «El mejor  amigo  -
           solía decir entonces- es el que acaba de morir.» Se cansó de la incertidumbre, del círculo vicioso
           de  aquella  guerra  eterna  que siempre lo  encontraba  a  él  en  el  mismo lugar, sólo  que cada  vez
           más viejo, más acabado, más sin saber por qué, ni cómo, ni hasta cuándo. Siempre había alguien
           fuera del circulo de tiza. Alguien a quien le hacía falta dinero, que tenía un hijo con tos ferina o
           que quería irse a dormir para siempre porque ya no podía soportar en la boca el sabor a mierda
           de la guerra y que, sin embargo, se cuadraba con sus últimas reservas de energía para informar:
           «Todo normal, mi coronel.» Y la normalidad era precisamente lo más espantoso de aquella guerra
           infinita: que no pasaba nada. Solo, abandonado por los presagios, huyendo del frío que había de
           acompañarlo hasta la muerte, buscó un último refugio en Macondo, al calor de sus recuerdos más
           antiguos.  Era tan grave  su  desidia que  cuando  le  anunciaron la  llegada de  una comisión  de  su
           partido  autorizada para  discutir  la  encrucijada de  la  guerra,  él  se  dio  vuelta en  la  hamaca  sin
           despertar por completo.
              -Llévenlos donde las putas -dijo.
              Eran seis abogados de levita y chistera que soportaban con un duro estoicismo el bravo sol de
           noviembre. Úrsula   los hospedó en  la  casa. Se  pasaban  la  mayor parte del  día encerrados en  el
           dormitorio,  en  conciliábulos  herméticos,  y  al anochecer  pedían  una  escolta  y  un  conjunto  de
           acordeones   y tomaban por    su  cuenta la  tienda de  Catarino.  «No  los  molesten  -ordenaba el
           coronel Aureliano Buendía-. Al fin y al cabo, yo sé lo que quieren.» A principios de diciembre, la
           entrevista largamente  esperada,  que  muchos   habían previsto  coma una discusión   interminable,
           se resolvió en menos de una hora.
              En  la  calurosa sala  de  visitas, junto al  espectro de  la  pianola amortajada  con  una  sábana
           blanca, el coronel Aureliano Buendía no se sentó esta vez dentro del círculo de tiza que trazaron
           sus  edecanes.  Ocupó  una  silla  entre  sus  asesores  políticos,  y  envuelto  en  la  manta  de  lana
           escuchó en silencio las breves propuestas de los emisarios. Pedían, en primer término, renunciar
           a la revisión de los títulos de propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes
           liberales.  Pedían,  en  segundo  término,  renunciar  a la  lucha contra  la  influencia  clerical  para
           obtener  el  respaldo  del  pueblo  católico.  Pedían,  por  último,  renunciar  a las  aspiraciones  de
           igualdad de derechos entre los hijos naturales y los legítimos para preservar la integridad de los
           hogares.
              -Quiere decir -sonrió el coronel Aureliano Buendía cuando terminó la lectura- que sólo estamos
           luchando por el poder.
              -Son  reformas  tácticas  -replicó  uno  de  los  delegados-.  Por  ahora,  lo  esencial es  ensanchar  la
           base popular de la guerra. Después veremos.
              Uno de los asesores políticos del coronel Aureliano Buendía se apresuró a intervenir.
              -Es un  contrasentido -dijo-. Si  estas reformas son   buenas, quiere decir que es bueno el
           régimen conservador. Si con ellas logramos ensanchar la base popular de la guerra, como dicen
           ustedes, quiere decir que el régimen tiene una amplia base popular. Quiere decir, en síntesis, que
           durante casi veinte años hemos estado luchando contra los sentimientos de la nación.





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