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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                            IX



              El coronel Gerineldo Márquez fue el primero que percibió el vacío de la guerra. En su condición
           de jefe civil y militar de Macondo sostenía dos veces por semana conversaciones telegráficas con
           el coronel Aureliano  Buendía.  Al principio,  aquellas  entrevistas  determinaban  el curso  de  una
           guerra  de  carne  y hueso   cuyos  contornos  perfectamente   definidos  permitían establecer   en
           cualquier momento el punto exacto en que se encontraba, y prever sus rumbos futuros. Aunque
           nunca se   dejaba arrastrar   al  terreno  de  las  confidencias,  ni  siquiera  por  sus  amigos  más
           próximos,  el coronel Aureliano   Buendía   conservaba   entonces  el tono   familiar  que  permitía
           identificarlo al  otro extremo de  la  línea. Muchas veces prolongó  las conversaciones más allá  del
           término previsto  y las dejó  derivar hacia comentarios de   carácter doméstico. Poco a poco, sin
           embargo,   y a medida que    la  guerra  se  iba intensificando  y extendiendo,  su  imagen  se  fue
           borrando en un universo de irrealidad. Los puntos y rayas de su voz eran cada vez más remotos e
           inciertos,  y se  unían y combinaban para  formar  palabras  que  paulatinamente  fueron  perdiendo
           todo sentido. El coronel Gerineldo Márquez se limitaba entonces a escuchar, abrumado por la im-
           presión de estar en contacto telegráfico con un desconocido de otro mundo.
              -Comprendido, Aureliano -concluía en el manipulador-. ¡Viva el partido liberal!
              Terminó por perder todo contacto con la guerra. Lo que en otro tiempo fue una actividad real,
           una pasión irresistible de su juventud, se convirtió para él en una referencia remota: un vacío. Su
           único refugio era el  costurero de  Amaranta. La visitaba  todas las tardes. Le gustaba contemplar
           sus  manos   mientras  rizaba espumas    de  olán en   la  máquina de   manivela   que  hacía girar
           Remedios, la bella. Pasaban muchas horas sin hablar, conformes con la compañía recíproca, pero
           mientras  Amaranta   se complacía   íntimamente en   mantener vivo el    fuego de  su  devoción, él
           ignoraba cuáles eran los secretos designios de aquel corazón indescifrable. Cuando se conoció la
           noticia de  su regreso,  Amaranta se  había ahogado  de  ansiedad. Pero  cuando  lo  vio  entrar  en  la
           casa confundido con la ruidosa escolta del coronel Aureliano Buendía, y lo vio maltratado por el
           rigor del destierro, envejecido por la edad y el olvido, sucio de sudor y polvo, oloroso a rebaño,
           feo, con el brazo izquierdo en cabestrillo, se sintió desfallecer de desilusión. «Dios mío -pensó-:
           no era éste el que esperaba.» Al día siguiente, sin embargo, él volvió a la casa afeitado y limpio,
           con el bigote perfumado de agua de alhucema y sin el cabestrillo ensangrentado. Le llevaba un
           breviario de pastas nacaradas.
              -Qué  raros son  los hombres -dijo ella, porque  no  encontró otra cosa que decir-. Se  pasan  la
           vida peleando contra los curas y regalan libros de oraciones.
              Desde entonces, aun   en  los días más críticos de  la  guerra, la  visitó  todas las tardes. Muchas
           veces, cuando no estaba presente Remedios, la bella, era él quien le daba vueltas a la rueda de la
           máquina de   coser.  Amaranta se  sentía  turbada por  la  perseverancia,  la  lealtad,  la  sumisión  de
           aquel  hombre  investido  de  tanta autoridad,  que,  sin embargo,  se  despojaba de  sus  armas  en  la
           sala  para  entrar  indefenso al  costurero. Pero durante cuatro años él  le  reiteró su  amor, y ella
           encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo, porque aunque no conseguía quererlo ya no
           podía vivir sin él. Remedios, la bella, que parecía indiferente a todo, y de quien se pensaba que
           era retrasada mental, no    fue  insensible  a tanta devoción, e   intervino  en  favor  del  coronel
           Gerineldo Márquez. Amaranta descubrió de pronto que aquella niña que había criado, que apenas
           despuntaba a la adolescencia, era ya la criatura más bella que se había visto en Macondo. Sintió
           renacer en  su  corazón  el  rencor que en  otro tiempo  experimentó contra  Rebeca, y rogándole a
           Dios que no la arrastrara hasta el extremo de desearle la muerte, la desterró del costurero. Fue
           por esa época que el coronel Gerineldo Márquez empezó a sentir el hastío de la guerra. Apeló a
           sus  reservas  de  persuasión,  a su  inmensa y    reprimida ternura,  dispuesto  a renunciar   por
           Amaranta a una    gloria  que le  había costado el  sacrificio  de  sus mejores años. Pero no  logró
           convencerla.  Una tarde  de  agosto,  agobiada por  el  peso  insoportable  de  su  propia  obstinación,
           Amaranta se encerró en    el  dormitorio  a llorar su  soledad  hasta la  muerte, después de  darle la
           respuesta definitiva a su pretendiente tenaz:
              -Olvidémonos para siempre -le dijo-, ya somos demasiado viejos para estas cosas.




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