Page 67 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Hasta ese momento, desde su regreso, el coronel Aureliano Buendía no se había concedido la
           oportunidad de verlo con el corazón. Se asombró de cuánto había envejecido, del temblor de sus
           manos, de la conformidad un poco rutinaria con que esperaba la muerte, y entonces experimentó
           un hondo desprecio por sí mismo que confundió con un principio de misericordia.
              -Sabes mejor que yo -dijo-   que todo  consejo de  guerra  es una  farsa,  y que en  verdad  tienes
           que pagar los crímenes de otros, porque esta vez vamos a ganar la guerra a cualquier precio. Tú,
           en mi lugar, ¿no hubieras hecho lo mismo?
              El general Moncada se incorporó para limpiar los gruesos anteojos de carey con el faldón de la
           camisa. «Probablemente -dijo-. Pero lo que me preocupa no es que me fusiles, porque al fin y al
           cabo,  para  la  gente  como  nosotros  esto  es  la  muerte  natural.» Puso  los  lentes  en  la  cama y se
           quitó el reloj de leontina. «Lo que me preocupa -agregó- es que de tanto odiar a los militares, de
           tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal
           en la vida que merezca tanta abyección.» Se quitó el anillo matrimonial y la medalla de la Virgen
           de los Remedios y los puso juntos con los lentes y el reloj.
              -A  este  paso -concluyó-  no  sólo  serás el  dictador más despótico y sanguinario de   nuestra
           historia, sino que fusilarás a mi comadre Úrsula tratando de apaciguar tu conciencia.
              El  coronel  Aureliano  Buendía  permaneció  impasible. El  general  Moncada  le  entregó entonces
           los lentes, la medalla, el reloj y el anillo, y cambió de tono.
              -Pero no te hice venir para regañarte -dijo-. Quería suplicarte el favor de mandarle estas cosas
           a mi mujer.
              El coronel Aureliano Buendía se las guardó en los bolsillos.
              -¿Sigue en Manaure?
              -Sigue en Manaure -confirmó el general Moncada-, en
              la misma casa detrás de la iglesia donde mandaste aquella carta.
              -Lo haré con mucho gusto, José Raquel -dijo el coronel Aureliano Buendía.
              Cuando  salió  al  aire  azul  de  neblina,  el  rostro  se  le  humedeció  como  en  otro  amanecer  del
           pasado, y sólo entonces comprendió por qué había dispuesto que la sentencia se cumpliera en el
           patio, y no en el muro del cementerio. El pelotón, formado frente a la puerta, le rindió honores de
           jefe de estado.
              -Ya pueden traerlo -ordenó.












































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