Page 66 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           Su rostro cuarteado por la sal del Caribe había adquirido una dureza metálica. Estaba preservado
           contra la vejez inminente por una vitalidad que tenía algo que ver con la frialdad de las entrañas.
           Era más alto  que cuando    se fue, más pálido y óseo, y manifestaba los primeros síntomas de
           resistencia a la  nostalgia. «Dios mío -se dijo  Úrsula, alarmada-. Ahora parece un  hombre capaz
           de  todo.»  Lo  era.  El  rebozo  azteca  que  le  llevó  a Amaranta,  las  evocaciones  que  hizo  en  el
           almuerzo, las divertidas anécdotas que contó, eran simples rescoldos de su humor de otra época.
           No bien se cumplió la orden de enterrar a los muertos en la fosa común, asignó al coronel Roque
           Carnicero la misión de apresurar los juicios de guerra, y él se empeñó en la agotadora tarea de
           imponer las reformas radicales que no dejaran piedra sobre piedra en la revenida estructura del
           régimen conservador.    «Tenemos    que  anticiparnos  a los  políticos  del  partido  -decía  a sus
           asesores-. Cuando abran los ojos a la realidad se encontrarán con los hechos consumados.» Fue
           entonces  cuando  decidió  revisar  los  títulos  de  propiedad de  la  tierra,  hasta cien  años  atrás,  y
           descubrió  las tropelías legalizadas de  su  hermano José Arcadio. Anuló los registros de      una
           plumada. En un último gesto de cortesía, desatendió sus asuntos por una hora y visitó a Rebeca
           para ponerla al corriente de su determinación.
              En la penumbra de la casa, la viuda solitaria que en un tiempo fue Ja confidente de sus amores
           reprimidos,  y cuya obstinación le  salvó  la  vida,  era un espectro  del  pasado.  Cerrada de  negro
           hasta los puños, con  el  corazón  convertido  en  cenizas, apenas si  tenía noticias de  la  guerra. El
           coronel Aureliano Buendía tuvo la impresión de que la fosforescencia de sus huesos traspasaba la
           piel, y que ella se movía a través de una atmósfera de fuegos fatuos, en un aire estancado donde
           aún se percibía un recóndito olor a pólvora. Empezó por aconsejarle que moderara el rigor de su
           luto, que ventilara la casa, que le perdonara al mundo la muerte de José Arcadio. Pero ya Rebeca
           estaba a salvo de toda vanidad. Después de buscarla inútilmente en el sabor de la tierra, en las
           cartas  perfumadas  de  Pietro  Crespi,  en  la  cama tempestuosa de  su  marido,  había encontrado  la
           paz  en  aquella  casa  donde  los  recuerdos  se  materializaron  por  la  fuerza  de  la  evocación
           implacable, y se paseaban    como   seres humanos por los cuartos clausurados. Estirada      en  su
           mecedor   de  mimbre,  mirando  al  coronel  Aureliano  Buendia como  si  fuera él  quien pareciera un
           espectro del pasado Rebeca ni si quiera se conmovió con la noticia de que las tierras usurpadas
           por José Arcadio serían restituidas a sus dueños legítimos
              -Se hará lo que tú dispongas, Aureliano  suspiro   Siempre creí, y lo confirmo ahora, que eres
           un descastado.
              La revisión de los títulos de propiedad se consumó al mismo tiempo que los juicios sumarios,
           presididos  por  el coronel Gerineldo  Márquez,  y  que  concluyeron  con  el fusilamiento  de  toda  la
           oficialidad del ejército regular prisionera de los revolucionarios. El último consejo de guerra fue el
           del general José Raquel Moncada. Úrsula intervino. «Es el mejor gobernante que hemos tenido en
           Macondo   -le  dijo  al  coronel  Aureliano  Buendía-.  Ni  siquiera  tengo  nada que  decirte  de  su  buen
           corazón,  del  afecto  que  nos  tiene,  porque  tú lo  conoces  mejor  que  nadie.» El  coronel  Aureliano
           Buendía fijó en ella una mirada de re-probación:
              -No puedo arrogarme la facultad de administrar justicia
              -replicó-. Si usted tiene algo que decir, dígalo ante el consejo de guerra.
              Úrsula  no  sólo  lo  hizo,  sino  que  llevó  a  declarar  a  todas  las  madres  de  los  oficiales
           revolucionarios que vivían en Macondo. Una por una, las viejas fundadoras del pu6blo, varias de
           las  cuales  habían  participado  en  la  temeraria  travesía  de  la  sierra,  exaltaron  las  virtudes  del
           general Moncada. Úrsula fue la última en el desfile. Su dignidad luctuosa, el peso de su nombre,
           la convincente vehemencia de su declaración hicieron vacilar por un momento el equilibrio de la
           justicia. «Ustedes han  tomado   muy en   serio este  juego espantoso, y han   hecho bien, porque
           están cumpliendo con su deber -dijo a los miembros del tribunal-. Pero no olviden que mientras
           Dios  nos  dé  vida,  nosotras  seguiremos  siendo  madres,  y por  muy revolucionarios   que  sean
           tenemos derecho de bajarles los pantalones y darles una cueriza a la primera falta de respeto.»
           El jurado se retiró a deliberar cuando todavía resonaban estas palabras en el ámbito de la escuela
           convertida en  cuartel.  A la  media noche,  el  general  José  Raquel  Moncada fue  sentenciado  a
           muerte. El coronel Aureliano Buendía, a pesar de las violentas recriminaciones de Úrsula, se negó
           a conmutarle la pena. Poco antes del amanecer, visitó al sentenciado en el cuarto del cepo.
              -Recuerda, compadre -le dijo-, que no te fusilo yo. Te fusila la revolución.
              El general Moncada ni siquiera se levantó del catre al verlo entrar.
              -Vete a la mierda, compadre -replicó.





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