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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Carmelita Montiel,  una virgen  de  veinte  años, acababa de  bañarse  con agua de   azahares  y
           estaba regando hojas de romero en la cama de Pilar Ternera, cuando sonó el disparo. Aureliano
           José estaba destinado a conocer con ella la felicidad que le negó Amaranta, a tener siete hijos y a
           morirse de viejo en sus brazos, pero la bala de fusil que le entró por la espalda y le despedazó el
           pecho, estaba dirigida por una mala interpretación de las barajas. El capitán Aquiles Ricardo, que
           era  en  realidad  quien  estaba  destinado a  morir esa  noche, murió en  efecto  cuatro horas antes
           que  Aureliano  José.  Apenas  sonó  el  disparo  fue  derribado  por  dos  balazos  simultáneos,  cuyo
           origen no se estableció nunca, y un grito multitudinario estremeció la noche.
              -¡Viva el partido liberal! ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!
              A  las  doce,  cuando  Aureliano  José  acabó  de  desangrarse  y  Carmelita  Montiel encontró  en
           blanco los naipes de su porvenir, más de cuatrocientos hombres habían desfilado frente al teatro
           y habían descargado sus revólveres contra el cadáver abandonado del capitán Aquiles Ricardo. Se
           necesitó  una  patrulla  para  poner  en  una  carretilla  el cuerpo  apelmazado  de  plomo,  que  se
           desbarataba como un pan ensopado.
              Contrariado  por  las  impertinencias  del  ejército  regular,  el  general  José  Raquel  Moncada
           movilizó sus influencias políticas, volvió a vestir el uniforme y asumió la jefatura civil y militar de
           Macondo.   No  esperaba,  sin  embargo,  que  su  actitud  conciliatoria  pudiera  impedir  lo  inevitable.
           Las  noticias  de  septiembre  fueron  contradictorias.  Mientras  el  gobierno  anunciaba que  mantenía
           el control en todo el país, los liberales recibían informes secretos de levantamientos armados en
           el interior. El régimen no admitió el estado de guerra mientras no se proclamó en un bando que
           se  le  había seguido  consejo  de  guerra  en  ausencia  al  coronel  Aureliano  Buendía y había sido
           condenado a muerte. Se ordenaba cumplir la sentencia a la primera guarnición que lo capturara.
           «Esto quiere decir que ha vuelto», se alegró Úrsula ante el general Moncada. Pero él mismo lo ig-
           noraba.
              En  realidad, el  coronel  Aureliano  Buendía  estaba  en  el  país  desde hacía  más de  un  mes.
           Precedido de rumores contradictorios, supuesto al mismo tiempo en los lugares más apartados, el
           propio general Moncada no creyó en su regreso sino cuando se anunció oficialmente que se había
           apoderado   de  dos  estados  del  litoral.  «La felicito,  comadre  -le  dijo  a Úrsula,  mostrándole  el
           telegrama-. Muy pronto lo tendrá aquí.» Úrsula se preocupó entonces por primera vez. «¿Y usted
           qué  hará,  compadre?»,   preguntó.  El  general  Moncada se  había hecho   esa pregunta muchas
           veces.
              -Lo mismo que él, comadre -contestó-: cumplir con mi deber,
              El  primero de  octubre, al  amanecer, el   coronel  Aureliano Buendía   con  mil  hombres bien
           armados atacó a Macondo y la     guarnición  recibió la  orden  de  resistir  hasta el  final.  A  mediodía,
           mientras el general Moncada almorzaba con Úrsula, un cañonazo rebelde que retumbó en todo el
           pueblo pulverizó la fachada de la tesorería municipal. «Están tan bien armados como nosotros -
           suspiró el  general  Moncada-, pero además pelean      con  más ganas.»    A  las dos de  la  tarde,
           mientras la  tierra temblaba  con  los cañonazos de   ambos lados, se despidió    de  Úrsula  con  la
           certidumbre de que estaba librando una batalla perdida.
              -Ruego a Dios que esta noche no tenga a Aureliano en la casa -dijo-. Si es así, déle un abrazo
           de mi parte, porque yo no espero verlo más nunca.
              Esa noche  fue  capturado  cuando  trataba de  fugarse  de  Macondo,  después  de  escribirle  una
           extensa carta al  coronel  Aureliano  Buendía, en  la  cual  le  recordaba los propósitos  comunes de
           humanizar la guerra, y le deseaba una victoria definitiva contra la corrupción de los militares y las
           ambiciones  de  los  políticos  de  ambos  partidos.  Al  día siguiente  el  coronel  Aureliano  Buendía
           almorzó con    él  en  casa de  Úrsula, donde fue recluido     hasta que un    consejo de    guerra
           revolucionario  decidiera  su  destino.  Fue  una  reunión  familiar.  Pero  mientras  los  adversarios
           olvidaban la  guerra  para  evocar  recuerdos  del  pasado,  Úrsula  tuvo  la  sombría impresión de  que
           su hijo era un intruso. La había tenido desde que lo vio entrar protegido por un ruidoso aparato
           militar que volteó los dormitorios al derecho y al revés hasta convencerse de que no había ningún
           riesgo.  El  coronel  Aureliano  Buendía no  sólo  lo  aceptó,  sino  que  impartió  órdenes  de  una
           severidad terminante, y no permitió que nadie se le acercara a menos de tres metros, ni siquiera
           Úrsula, mientras los miembros de su escolta no terminaron de establecer las guardias alrededor
           de la casa. Vestía un uniforme de dril ordinario, sin insignias de ninguna clase, y unas botas altas
           con espuelas embadurnadas de barro y sangre seca. Llevaba al cinto una escuadra con la funda
           desabrochada,   y  la  mano  siempre  apoyada  en  la  culata  revelaba  la  misma  tensión  vigilante  y
           resuelta de la mirada. Su cabeza, ahora con entradas profundas, parecía horneada a fuego lento.



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