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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           humanizar la guerra. La otra carta era para su esposa, que vivía en territorio liberal, y la dejó con
           la súplica de hacerla llegar a su destino. Desde entonces, aun en los períodos más encarnizados
           de  la  guerra,  los  dos  comandantes  concertaron treguas   para  intercambiar  prisioneros.  Eran
           pausas con un cierto ambiente festivo que el general Moncada aprovechaba para enseñar a jugar
           a ajedrez al coronel Aureliano Buendía. Se hicieron grandes amigos. Llegaron inclusive a pensar
           en  la  posibilidad  de  coordinar  a  los  elementos  populares  de  ambos  partidos  para  liquidar  la  in-
           fluencia  de  los  militares  y  los  políticos  profesionales,  e  instaurar  un  régimen  humanitario  que
           aprovechara lo mejor de cada doctrina. Cuando terminó la guerra, mientras el coronel Aureliano
           Buendía se escabullía por los desfiladeros de la subversión permanente, el general Moncada fue
           nombrado corregidor de Macondo. Vistió su traje civil, sustituyó a los militares por agentes de la
           policía  desarmados,  hizo  respetar  las  leyes  de  amnistía  y  auxilió  a  algunas  familias  de  liberales
           muertos en   campaña.   Consiguió que Macondo fuera      erigido en  municipio y fue por tanto su
           primer alcalde, y creó un   ambiente   de  confianza  que hizo  pensar  en  la  guerra  como  en  una
           absurda   pesadilla  del pasado.  El padre   Nicanor,  consumido   por  las  fiebres  hepáticas,  fue
           reemplazado por el padre Coronel, a quien llamaban El Cachorro, veterano de la primera guerra
           federalista. Bruno Crespi, casado con Amparo Moscote, y cuya tienda de juguetes e instrumentos
           musicales no   se cansaba de    prosperar, construyó un     teatro, que las compañías españolas
           incluyeron en sus itinerarios. Era un vasto salón al aire libre, con escaños de madera, un telón de
           terciopelo  con  máscaras  griegas,  y  tres  taquillas  en  forma  de  cabezas  de  león  por  cuyas  bocas
           abiertas  se  vendían  los  boletos.  Fue  también  por  esa  época  que  se  restauró  el edificio  de  la
           escuela.  Se  hizo  cargo  de  ella  don Melchor  Escalona,  un maestro  viejo  mandado  de  la  ciénaga,
           que hacía caminar de rodillas en el patio de caliche a los alumnos desaplicados y les hacía comer
           ají  picante a los lenguaraces, con  la  complacencia  de  los padres. Aureliano  Segundo y José
           Arcadio Segundo, los voluntariosos gemelos de Santa Sofía de la Piedad, fueron los primeros que
           se sentaron en el salón de clases con sus pizarras y sus gises y sus jarritos de aluminio marcados
           con sus nombres. Remedios, heredera de la belleza pura de su madre, empezaba a ser conocida
           como   Remedios,   la  bella.  A pesar  del  tiempo,  de  los  lutos  superpuestos  y las  aflicciones
           acumuladas, Úrsula se resistía a envejecer. Ayudada por Santa Bofia de la Piedad había dado un
           nuevo impulso a su   industria de  repostería, y no  sólo  recuperó en  pocos años la  fortuna  que su
           hijo se gastó en la guerra, sino que volvió a atiborrar de oro puro los calabazos enterrados en el
           dormitorio. «Mientras Dios me dé vida -solía decir- no faltará la plata en esta casa de locos.» Así
           estaban  las cosas, cuando   Aureliano  José desertó de  las tropas federalistas de  Nicaragua, se
           enroló en la tripulación de un buque alemán, y apareció en la cocina de la casa, macizo como un
           caballo, prieto y peludo como un indio, y con la secreta determinación de casarse con Amaranta.
              Cuando  Amaranta lo   vio  entrar,  sin que  él  hubiera  dicho  nada,  supo  de  inmediato  por  qué
           había vuelto. En  la  mesa no  se atrevían  a mirarse a la   cara. Pero dos semanas después del
           regreso  estando  Úrsula  presente,  él  fijó  sus  ojos  en  los  de  ella  y le  dijo: «Siempre  pensaba
           mucho en   ti.»  Amaranta le  huía. Se  prevenía  contra los encuentros casuales. Procuraba no  se-
           pararse de Remedios, la bella. Le indignó el rubor que doró sus mejillas el día en que el sobrino le
           preguntó hasta cuándo pensaba llevar la venda negra en la mano, porque interpretó la pregunta
           como  una  alusión  a  su  virginidad.  Cuando  él llegó,  ella  pasó  la  aldaba  en  su  dormitorio,  pero
           durante tantas noches percibió   sus ronquidos pacíficos en  el  cuarto  contiguo, que descuidó esa

           precaución. Una madrugada, casi dos meses después del regreso lo sintió entrar en el dormitorio.
           Entonces, en vez de huir, en vez de gritar como lo había previsto, se dejó saturar por una suave
           sensación  de  descanso. Lo sintió  deslizarse en  el  mosquitero, como  lo  había hecho cuando  era
           niño, como lo había hecho desde siempre, y no pudo reprimir el sudor helado y el crotaloteo de
           los  dientes  cuando  se  dio  cuenta de  que  él  estaba completamente  desnudo.  «Vete  -murmuró,
           ahogándose de curiosidad-. Vete o me pongo a gritar.» Pero Aureliano José  5 <bía entonces lo que
                                                       0
           tenía que  hacer,  porque  ya  no  era un nill asustado  por  la  oscuridad sino  un animal  de  cam-
           pamento. Desde aquella     noche se reiniciaron   las sordas batallas sin   consecuencias que se
           prolongaban hasta el   amanecer. «Soy   tu tía -murmuraba Amaranta, agotada-. Es      casi  como  si
           fuera tu madre,  no  sólo  por  la  edad,  sino  porque  lo  único  que  me  faltó  fue  darte  de  mamar.»
           Aureliano escapaba al alba y regresaba a la madrugada siguiente, cada vez más excitado por la
           comprobación de que ella no pasaba la aldaba. No había dejado de desearla un solo instante. La
           encontraba en los oscuros dormitorios de los pueblos vencidos, sobre todo en los más abyectos, y
           la materializaba en el tufo de la sangre seca en las vendas de los heridos, en el pavor instantáneo
           del peligro de muerte, a toda hora y en todas partes. Había huido de ella tratando de aniquilar su



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