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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           emisario llevaba una orden altamente confidencial del coronel Aureliano Buendía, que estaba en
           desacuerdo   con  los términos del  armisticio. El  coronel  Gerineldo Márquez  debía seleccionar a
           cinco de sus mejores hombres y prepararse para abandonar con ellos el país. La orden se cumplió
           dentro de la más estricta reseña. Una semana antes de que se anunciara el acuerdo, y en medio
           de  una tormenta de   rumores   contradictorios,  el  coronel  Aureliano  Buendía y diez  oficiales  de
           confianza, entre ellos el coronel Roque Carnicero, llegaron sigilosamente a Macondo después de la
           medianoche, dispersaron    la  guarnición, enterraron  las armas y destruyeron     los archivos. Al
           amanecer   habían abandonado    el  pueblo  con el  coronel  Gerineldo  Márquez y  sus  cinco  oficiales.
           Fue una operación tan rápida y confidencial, que Úrsula no se enteró de ella sino a última hora,
           cuando alguien dio unos golpecitos en la ventana de su dormitorio y murmuró: «Si quiere ver al
           coronel Aureliano Buendía, asómese ahora mismo a la puerta.» Úrsula saltó de la cama y salió a
           la  puerta en  ropa de   dormir,  y apenas   alcanzó  a percibir  el  galope  de  la  caballada que
           abandonaba el   pueblo  en  medio  de  una muda polvareda.  Sólo  al  día siguiente  se  enteró  de  que
           Aureliano José se había ido con su padre.
              Diez  días  después  de  que  un comunicado  conjunto  del  gobierno  y  la  oposición anunció  el
           término de la guerra, se tuvieron noticias del primer levantamiento armado del coronel Aureliano
           Buendía en   la  frontera occidental. Sus fuerzas escasas y mal   armadas fueron    dispersadas en
           menos de una semana. Pero en el curso de ese ano, mientras liberales y conservadores trataban
           de que el país creyera en la reconciliación, intentó otros siete alzamientos. Una noche cañoneó a
           Riohacha desde una goleta, y la guarnición sacó de sus camas y fusiló en represalia a los catorce
           liberales más conocidos de la población. Ocupó por más de quince días una aduana fronteriza, y
           desde allí dirigió a la nación un llamado a la guerra general. Otra de sus expediciones se perdió
           tres  meses en  la  selva, en  una disparatada tentativa de  atravesar  más de   mil  quinientos  ki-
           lómetros de territorios vírgenes para proclamar Ja guerra en los suburbios de la capital. En cierta
           ocasión estuvo  a menos   de  veinte  kilómetros  de  Macondo,  y fue  obligado  por  las  patrullas  del
           gobierno  a internarse  en  las  montañas  muy cerca de     la  región  encantada donde   su  padre
           encontró muchos años antes el fósil de un galeón español.
              Por  esa época murió   Visitación.  Se  dio  el  gusto  de  morirse  de  muerte  natural,  después  de
           haber renunciado a un trono por temor al insomnio, y su última voluntad fue que desenterraran
           de  debajo  de  su  cama el  sueldo  ahorrado  en  más  de  veinte  años,  y se  lo  mandaran al  coronel
           Aureliano  Buendía para  que  siguiera  la  guerra.  Pero  Úrsula  no  se  tomó  el  trabajo  de  sacar  ese
           dinero, porque en aquellos días se rumoraba que el coronel Aureliano Buendía había sido muerto
           en  un desembarco   cerca de  la  capital  provincial.  El  anuncio  oficial  -el  cuarto  en  menos  de  dos
           años- fue tenido por cierto durante casi seis meses, pues nada volvió a saberse de él. De pronto,
           cuando ya Úrsula y Amaranta habían superpuesto un nuevo luto a los anteriores, llegó una noticia
           insólita.  El  coronel  Aureliano  Buendía estaba vivo,  pero  aparentemente   había desistido   de
           hostigar al gobierno de su país, y se había sumado al federalismo triunfante en otras repúblicas
           del  Caribe. Aparecía  con  nombres distintos cada  vez  más lejos de  su  tierra. Después había de
           saberse  que  la  idea  que  entonces  lo  animaba  era  la  unificación  de  las  fuerzas  federalistas  de  la
           América Central,  para barrer con  los regímenes conservadores desde Alaska hasta la     Patagonia.
           La primera noticia directa que Úrsula recibió de él, varios años después de haberse ido, fue una
           carta arrugada y borrosa que le llegó de mano en mano desde Santiago de Cuba.
              -Lo hemos perdido para siempre -exclamó Úrsula al leerla-. Por ese camino pasará la Navidad
           en el fin del mundo.
              La  persona a quien se   lo  dijo,  que  fue  la  primera a quien mostró  la  carta,  era el  general
           conservador   José  Raquel  Moncada,  alcalde  de  Macondo   desde  que  terminó  la  guerra.  «Este
           Aureliano  -comentó  el  general  Moncada-,  lástima que   no  sea conservador.» Lo   admiraba de
           veras. Como   muchos civiles conservadores, José Raquel    Moncada había hecho la    guerra en  de-
           fensa de su partido y había alcanzado el título de general en el campo de batalla, aunque carecía
           de vocación militar. Al contrario, también como muchos de sus copartidarios, era antimilitarista.
           Consideraba a la   gente  de  armas como    holgazanes   sin principios, intrigantes y ambiciosos,
           expertos en enfrentar a los civiles para medrar en el desorden. Inteligente, simpático, sanguíneo,
           hombre   de  buen  comer  y fanático  de  las  peleas  de  gallos,  había sido  en  cierto  momento  el
           adversario  más  temible  del  coronel  Aureliano  Buendía.  Logró  imponer  su  autoridad sobre  los
           militares  de  carrera  en  un  amplio  sector  del litoral.  Cierta  vez  en  que  se  vio  forzado  por
           conveniencias estratégicas a abandonar una plaza a las fuerzas del coronel Aureliano Buendía, le
           dejó a éste dos cartas. En una de ellas, muy extensa, lo invitaba a una campaña conjunta para



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