Page 60 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                           VIII


              Sentada en    el  mecedor  de  mimbre,   con la  labor  interrumpida en   el  regazo,  Amaranta
           contemplaba a Aureliano José con el mentón embadurnado de espuma, afilando la navaja barbera
           en  la  penca  para  afeitarse  por  primera  vez.  Se  sangré  las  espinillas,  se  corté  el labio  superior
           tratando  de  modelarse  un bigote  de  pelusas  rubias,  y después  de  todo  quedó  igual  que  antes,
           pero  el  laborioso  proceso  le  dejé  a Amaranta la  impresión de  que  en  aquel  instante  había
           empezado a envejecer.
              -Estás idéntico a Aureliano cuando tenía tu edad -dijo-. Ya eres un hombre.
              Lo era desde hacía mucho tiempo, desde el día ya lejano en que Amaranta creyó que aún era
           un niño y siguió desnudándose en el baño delante de él, como lo había hecho siempre, como se
           acostumbré   a hacerlo  desde  que  Pilar  Ternera se  lo  entregó  para  que  acabara de  criarlo.  La
           primera  vez  que  él la  vio,  lo  único  que  le  llamó  la  atención  fue  la  profunda  depresión  entre  los
           senos. Era entonces tan inocente que preguntó qué le había pasado, y Amaranta fingió excavarse
           el pecho con la punta de los dedos y contesté: «Me sacaron tajadas y tajadas y tajadas.» Tiempo
           después, cuando ella se restableció del suicidio de Pietro Crespi y volvió a bañarse con Aureliano
           José, éste  ya  no  se fijé  en  la  depresión,  sino  que experimenté un  estremecimiento desconocido
           ante la visión de los senos espléndidos de pezones morados. Siguió examinándola, descubriendo
           palmo  a palmo  el  milagro  de  su  intimidad,  y sintió  que  su  piel  se  erizaba en  la  contemplación,
           como  se  erizaba la  piel  de  ella  al  contacto  del  agua. Desde  muy niño  tenía la  costumbre  de
           abandonar   la  hamaca para  amanecer  en  la  cama de  Amaranta, cuyo  contacto  tenía la  virtud de
           disipar el miedo a la oscuridad. Pero desde el día en que tuvo conciencia de su desnudez, no era
           el miedo a la oscuridad lo que lo impulsaba a meterse en su mosquitero, sino el anhelo de sentir
           la respiración tibia de Amaranta al amanecer. Una madrugada, por la época en que ella rechazó al
           coronel Gerineldo  Márquez,  Aureliano  José  despertó  con  la  sensación  de  que  le  faltaba  el aire.
           Sintió los dedos de Amaranta como unos gusanitos calientes y ansiosos que buscaban su vientre.
           Fingiendo dormir cambió de posición para eliminar toda dificultad, y entonces sintió la mano sin la
           venda negra buceando      como   un  molusco ciego entre las algas de       su  ansiedad. Aunque
           aparentaron ignorar   lo  que  ambos  sabían,  y lo  que  cada uno  sabía que  el  otro  sabía,  desde
           aquella  noche  quedaron  mancornados   por  una  complicidad  inviolable.  Aureliano  José  no  podía
           conciliar el sueño mientras no escuchaba el valse de las doce en el reloj de la sala, y la madura
           doncella  cuya piel  empezaba a entristecer  no  tenía un instante  de  sosiego  mientras  no  sentía
           deslizarse  en  el  mosquitero  aquel  sonámbulo  que  ella  había criado,  sin pensar  que  sería un
           paliativo para su soledad. Entonces no sólo durmieron juntos, desnudos, intercambiando caricias
           agotadoras, sino que se perseguían por los rincones de la casa y se encerraban en los dormitorios
           a cualquier  hora,  en  un permanente  estado  de  exaltación  sin alivio.  Estuvieron  a punto  de  ser
           sorprendidos  por  Úrsula,  una tarde  en  que  entró  al  granero  cuando  ellos  empezaban a besarse.
           «¿Quieres mucho a tu tía?», le preguntó ella de un modo inocente a Aureliano José. Él contestó
           que  sí.  «Haces  bien»,  concluyó  Úrsula,  y acabó  de  medir  la  harina para  el  pan y regresó  a la
           cocina. Aquel episodio sacó a Amaranta del delirio. Se dio cuenta de que había llegado demasiado
           lejos,  de  que  ya  no  estaba jugando  a los  besitos  con un niño,  sino  chapaleando  en  una pasión
           otoñal, peligrosa y sin porvenir, y la cortó de un tajo. Aureliano José, que entonces terminaba su
           adiestramiento militar, acabó por admitir la realidad y se fue a dormir al cuartel. Los sábados iba
           con los soldados a la tienda de Catarino. Se consolaba de su abrupta soledad, de su adolescencia
           prematura, con mujeres olorosas a flores muertas que él idealizaba en las tinieblas y las convertía
           en Amaranta mediante ansiosos esfuerzos de imaginación.
              Poco  después  empezaron a recibirse  noticias  contradictorias  de  la  guerra.  Mientras  el  propio
           gobierno  admitía   los  progresos  de  la  rebelión,  los  oficiales  de  Macondo  tenían  informes
           confidenciales de la inminencia de una paz negociada. A principios de abril, un emisario especial
           se identificó ante  el  coronel  Gerineldo Márquez.  Le confirmó  que, en  efecto, los dirigentes del
           partido  habían establecido  contactos  con jefes  rebeldes  del  interior,  y estaban en  vísperas  de
           concertar el  armisticio  a  cambio  de  tres ministerios para  los liberales, una  representación
           minoritaria en el parlamento y la amnistía general para los rebeldes que depusieran las armas. El




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