Page 58 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
-Dichoso tú que lo sabes contestó él-. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que
estoy peleando por orgullo.
-Eso es malo -dijo el coronel Gerineldo Márquez.
Al coronel Aureliano Buendia le divirtió su alarma. «Naturalmente -dijo-. Pero en todo caso, es
mejor eso, que no saber por qué se pelea.» Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:
-O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.
Su orgullo le había impedido hacer contactos con los grupos armados del interior del país,
mientras los dirigentes del partido no rectificaran en público su declaración de que era un ban-
dolero. Sabía, sin embargo, que tan pronto como pusiera de lado esos escrúpulos rompería el
círculo vicioso de la guerra. La convalecencia le permitió reflexionar. Entonces consiguió que
Úrsula le diera el resto de la herencia enterrada y sus cuantiosos ahorros; nombró al coronel
Gerineldo Márquez jefe civil y militar de Macondo, y se fue a establecer contacto con los grupos
rebeldes del interior.
El coronel Gerineldo Márquez no sólo era el hombre de más confianza del coronel Aureliano
Buendía, sino que Úrsula lo recibía como un miembro de la familia. Frágil, tímido, de una buena
educación natural, estaba, sin embargo, mejor constituido para la guerra que para el gobierno.
Sus asesores políticos lo enredaban con facilidad en laberintos teóricos. Pero consiguió imponer
en Macondo el ambiente de paz rural con que soñaba el coronel Aureliano Buendia para morirse
de viejo fabricando pescaditos de oro. Aunque vivía en casa de sus padres, almorzaba donde
Úrsula dos o tres veces por semana. Inició a Aureliano José en el manejo de las armas de fuego,
le dio una instrucción militar prematura y durante varios meses lo llevó a vivir al cuartel, con el
consentimiento de Úrsula, para que se fuera haciendo hombre. Muchos años antes, siendo casi un
niño, Gerineldo Márquez había declarado su amor a Amaranta. Ella estaba entonces tan
ilusionada con su pasión solitaria por Pietro Crespi, que se rió de él. Gerineldo Márquez esperó.
En cierta ocasión le envió a Amaranta un papelito desde la cárcel, pidiéndole el favor de bordar
una docena de pañuelos de batista con las iniciales de su padre. Le mandó el dinero. Al cabo de
una semana, Amaranta le llevó a la cárcel la docena de pañuelos bordados, junto con el dinero, y
se quedaron varias horas hablando del pasado. «Cuando salga de aquí me casaré contigo», le dijo
Gerineldo Márquez al despedirse. Amaranta se rió, pero siguió pensando en él mientras enseñaba
a leer a los niños, y deseé revivir para él su pasión juvenil por Pietro Crespi. Los sábados, día de
visita a los presos, pasaba por casa de los padres de Gerineldo Márquez y los acompañaba a la
cárcel. Uno de esos sábados, Úrsula se sorprendió al verla en la cocina, esperando a que salieran
los bizcochos del horno para escoger los mejores y envolverlos en una servilleta que había
bordado para la ocasión.
-Cásate con él -le dijo-. Difícilmente encontrarás otro hombre como ese.
Amaranta fingió una reacción de disgusto.
-No necesito andar cazando hombres -replicó-. Le llevo estos bizcochos a Gerineldo porque me
da lástima que tarde o temprano lo van a fusilar.
Lo dijo sin pensarlo, pero fue por esa época que el gobierno hizo pública la amenaza de fusilar
al coronel Gerineldo Márquez si las fuerzas rebeldes no entregaban a Riohacha. Las visitas se
suspendieron. Amaranta se encerró a llorar, agobiada por un sentimiento de culpa semejante al
que la atormenté cuando murió Remedios, como si otra vez hubieran sido sus palabras
irreflexivas las responsables de una muerte. Su madre la consoló. Le aseguré que el coronel
Aureliano Buendía haría algo por impedir el fusilamiento, y prometió que ella misma se encargaría
de atraer a Gerineldo Márquez, cuando terminara la guerra. Cumplió la promesa antes del
término previsto. Cuando Gerineldo Márquez volvió a la casa investido de su nueva dignidad de
jefe civil y militar, lo recibió como a un hijo, concibió exquisitos halagos para retenerlo, y rogó
con todo el ánimo de su corazón que recordara su propósito de casarse con Amaranta. Sus
súplicas parecían certeras. Los días en que iba a almorzar a la casa, el coronel Gerineldo Márquez
se quedaba la tarde en el corredor de las begonias jugando damas chinas con Amaranta. Úrsula
les llevaba café con leche y bizcochos y se hacía cargo de los niños para que no los molestaran.
Amaranta, en realidad, se esforzaba por encender en su corazón las cenizas olvidadas de su
pasión juvenil. Con una ansiedad que llegó a ser intolerable esperé los días de almuerzos, las
tardes de damas chinas, y el tiempo se le iba volando en compañía de aquel guerrero de nombre
nostálgico cuyos dedos temblaban imperceptiblemente al mover las fichas. Pero el día en que el
coronel Gerineldo Márquez le reiteré su voluntad de casarse, ella lo rechazó.
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