Page 59 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              -No me casaré con nadie -le dijo-, pero menos contigo. Quieres tanto a Aureliano que te vas a
           casar conmigo porque no puedes casarte con él.
              El  coronel  Gerineldo Márquez  era  un  hombre paciente. «Volveré a     insistir  -dijo-. Tarde o
           temprano   te  convenceré.»  Siguió  visitando la  casa. Encerrada  en  el  dormitorio, mordiendo un
           llanto secreto, Amaranta se metía los dedos en los oídos para no escuchar la voz del pretendiente
           que  le  contaba a Úrsula  las  últimas  noticias  de  la  guerra,  y a pesar  de  que  se  moría por  verlo,
           tuvo fuerzas para no salir a su encuentro.
              El  coronel  Aureliano  Buendía disponía  entonces  de  tiempo  para  enviar  cada dos  semanas  un
           informe pormenorizado a Macondo. Pero sólo una vez, casi ocho meses después de haberse ido,
           le escribió a Úrsula. Un emisario especial llevó a la casa un sobre lacrado, dentro del cual había
           un  papel escrito  con  la  caligrafía  preciosista  del coronel:  Cuiden  mucho  a papá porque  se  va a
           morir. Úrsula se alarmó: «Si Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe», dijo. Y pidió ayuda para llevar
           a José Arcadio Buendía a su dormitorio. No sólo era tan pesado como siempre, sino que en 511
           prolongada estancia bajo el castaño había desarrollado la facultad de aumentar de peso volunta-
           riamente, hasta  el  punto de  que siete hombres no    pudieron  con  él  y tuvieron  que llevarlo a
           rastras  a la  cama.  Un tufo  de  hongos  tiernos,  de  flor  de  palo,  de  antigua y reconcentrada
           intemperie impregnó el aire del dormitorio cuando empezó a respirarlo el viejo colosal macerado
           por el sol y la lluvia. Al día siguiente no amaneció en la cama. Después de buscarlo por todos los
           cuartos, Úrsula lo encontré otra vez bajo el castaño. Entonces lo amarraron a la cama. A pesar de
           su  fuerza intacta,  José  Arcadio  Buendía no  estaba en  condiciones  de  luchar.  Todo  le  daba lo
           mismo. Si volvió al castaño no fue por su voluntad sino por una costumbre del cuerpo. Úrsula lo
           atendía, le daba de comer, le llevaba noticias de Aureliano. Pero en realidad, la única persona con
           quien él  podía tener   contacto  desde   hacía mucho    tiempo,  era Prudencio   Aguilar.  Ya casi
           pulverizado  por  la  profunda decrepitud de  la  muerte,  Prudencio  Aguilar  iba dos  veces  al  día a
           conversar  con él.   Hablaban de    gallos.  Se  prometían establecer   un criadero   de  animales
           magníficos,  no  tanto  por  disfrutar  de  unas  victorias  que  entonces  no  les  harían falta,  sino  por
           tener algo con qué distraerse en los tediosos domingos de la muerte. Era Prudencio Aguilar quien
           lo limpiaba, le daba de comer y le llevaba noticias espléndidas de un desconocido que se llamaba
           Aureliano y que era coronel en la guerra. Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba
           con  el  sueño de  los cuartos infinitos. Soñaba  que se levantaba de  la  cama, abría la  puerta  y
           pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de
           mimbre   y el  mismo  cuadrito  de  la  Virgen  de  los  Remedios  en  la  pared del  fondo.  De  ese  cuarto
           pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego
           a otro  exactamente  igual,  hasta el  infinito. Le  gustaba irse  de  cuarto  en  cuarto, como  en  una
           galería de  espejos   paralelos,  hasta que  Prudencio   Aguilar  le  tocaba el  hombro.  Entonces
           regresaba de   cuarto  en  cuarto,  despertando   hacia atrás,  recorriendo  el  camino  inverso,  y
           encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después
           de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se
           quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba
           el desayuno cuando vio acercarse un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje
           de  paño  negro  y  un sombrero  también negro,  enorme,  hundido  hasta los  ojos  taciturnos.  «Dios
           mío -pensó Úrsula-. Hubiera jurado que era Melquíades.» Era Cataure, el hermano de Visitación,
           que  había abandonado   la  casa  huyendo  de  la  peste  del  insomnio,  y  de  quien nunca se  volvió  a
           tener noticia. Visitación le preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:
              -He venido al sepelio del rey.
              Entonces entraron  al  cuarto  de  José Arcadio Buendía, lo  sacudieron  con  todas sus fuerzas, le
           gritaron  al  oído,  le  pusieron  un espejo  frente  a las  fosas  nasales,  pero  no  pudieron  despertarlo.
           Poco  después,  cuando  el  carpintero  le  tomaba las  medidas  para  el  ataúd,  vieron  a través  de  la
           ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche
           sobre el  pueblo  en  una  tormenta  silenciosa, y cubrieron  los techos y atascaron  las puertas, y
           sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las
           calles  amanecieron tapizadas  de  una colcha compacta,   y tuvieron  que  despejarías  con palas  y
           rastrillos para que pudiera pasar el entierro.









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