Page 56 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           mucho   con ese  nombre.»   A los  gemelos  les  puso  José  Arcadio  Segundo  y Aureliano  Segundo.
           Amaranta se    hizo  cargo  de  todos.  Colocó  asientitos  de  madera  en  la  sala,  y estableció  un
           parvulario  con  otros  niños  de  familias  vecinas.  Cuando  regresó  el coronel Aureliano  Buendía,
           entre estampidos de cohetes y repiques de campanas, un coro infantil le dio la bienvenida en la
           casa.  Aureliano  José,  largo  como  su  abuelo,  vestido  de  oficial revolucionario,  le  rindió  honores
           militares.
              No  todas  las  noticias  eran buenas.  Un año  después  de  la  fuga del  coronel  Aureliano  Buendía,
           José Arcadio y Rebeca se fueron a vivir en la casa construida por Arcadio. Nadie se enteró de su
           intervención  para  impedir  el  fusilamiento.  En  la  casa  nueva,  situada en  el  mejor  rincón  de  la
           plaza,  a la  sombra  de  un almendro  privilegiado  con tres  nidos  de  petirrojos,  con una puerta
           grande  para  las  visitas  V cuatro  ventanas  para  la  luz,  establecieron un hogar  hospitalario.  Las
           antiguas  amigas  de  Rebeca,  entre  ellas  cuatro  hermanas  Moscote  que  continuaban solteras,
           reanudaron   las  sesiones  de  bordado  interrumpidas  años  antes  en  el  corredor  de  las  begonias.
           José Arcadio siguió  disfrutando de  las tierras usurpadas cuyos títulos fueron  reconocidos por el
           gobierno conservador. Todas las tardes se le veía regresar a caballo, con sus perros montunos y
           su  escopeta  de  dos cañones, y un   sartal  de  conejos colgados en   la  montura. Una tarde de
           septiembre, ante la amenaza de una tormenta, regresó a casa más temprano que de costumbre.
           Saludó a Rebeca en el comedor, amarró los perros en el patio, colgó los conejos en la cocina para
           sacarlos más tarde y fue al dormitorio a  cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando
           su  marido  entró  al  dormitorio  ella  se  encerró  en  el  baño  y no  se  dio  cuenta de  nada.  Era una
           versión difícil de creer, pero no había otra más verosímil, y nadie pudo concebir un motivo para
           que Rebeca   asesinara  al  hombre que la  había  hecho feliz. Ese fue tal  vez  el  único misterio  que
           nunca se esclareció en Macondo. Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el
           estampido  de  un pistoletazo  retumbó  la  casa.  Un hilo  de  sangre  salió  por  debajo  de  la  puerta,
           atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió
           escalinatas  y  subió  pretiles,  pasó  de  largo  por  la  calle  de  los  Turcos,  dobló  una  esquina  a  la
           derecha y otra  a la  izquierda,  volteó  en  ángulo  recto  frente  a la  casa  de  los  Buendía,  pasó  por
           debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los
           tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el
           corredor  de  las  begonias  y  pasó  sin  ser  visto  por  debajo  de  la  silla  de  Amaranta  que  daba  una
           lección  de  aritmética a Aureliano  José, y se metió por el  granero y apareció  en  la  cocina  donde
           Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.
              -¡Ave María Purísima! -gritó Úrsula.
              Siguió el hilo de sangre en sentido contrario, y en busca de su origen atravesó el granero, pasó
           por el corredor de las begonias donde Aureliano José cantaba que tres y tres son seis y seis y tres
           son nueve, y atravesó el comedor y las salas y siguió en línea recta por la calle, y dobló luego a la
           derecha y después a la   izquierda hasta la  calle  de  los Turcos, sin  recordar que todavía llevaba
           puestos el delantal de hornear y las babuchas caseras, y salió a la plaza y se metió por la puerta
           de una casa donde no había estado nunca, y empujó la puerta del dormitorio y casi se ahogó con
           el  olor  a pólvora quemada, y encontró   a José  Arcadio  tirado  boca abajo  en  el  suelo  sobre  las
           polainas que se acababa de quitar, y vio el cabo original del hilo de sangre que ya había dejado
           de fluir de su oído derecho. No encontraron ninguna herida en su cuerpo ni pudieron localizar el
           arma.  Tampoco   fue  posible  quitar  el  penetrante  olor  a pólvora del  cadáver.  Primero  lo  lavaron
           tres veces con jabón y estropajo, después lo frotaron con sal y vinagre, luego con ceniza y limón,
           y por último lo metieron en un tonel de lejía y lo dejaron reposar seis horas. Tanto lo restregaron
           que  los  arabescos   del  tatuaje  empezaban a decolorarse.      Cuando   concibieron el   recurso
           desesperado   de  sazonarlo  con pimienta y  comino  y  hojas  de  laurel  y  hervirlo  un día entero  a
           fuego  lento  ya había empezado   a descomponerse    y tuvieron  que  enterrarlo  a las  volandas.  Lo
           encerraron herméticamente en un ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de largo y
           un metro y diez centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado
           con pernos  de  acero,  y aun así  se  percibía  el  olor  en  las  calles  por  donde  pasó  el  entierro.  El
           padre  Nicanor,  con el  hígado  hinchado  y  tenso  como  un tambor,  le  echó  la  bendición desde  la
           cama. Aunque    en  los meses siguientes reforzaron  la  tumba con  muros superpuestos y echaron
           entre  ellos  ceniza  apelmazada,  aserrín  y  cal viva,  el cementerio  siguió  oliendo  a  pólvora  hasta
           muchos años después, cuando     los ingenieros de  la  compañía  bananera recubrieron  la  sepultura
           con  una  coraza  de  hormigón. Tan  pronto  como  sacaron  el  cadáver, Rebeca cerró las puertas de
           su  casa y se enterró en  vida, cubierta  con  una  gruesa costra de  desdén  que ninguna  tentación



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