Page 114 - Cien Años de Soledad
P. 114

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           salió, había agotado todas sus lágrimas. No se le vio llorar con la subida al cielo de Remedios, la
           bella, ni con el exterminio de los Aurelianos, ni con la muerte del coronel Aureliano Buendía, que
           era la  persona que    más   quiso  en  este  mundo,   aunque   sólo  pudo  demostrárselo   cuando
           encontraron su cadáver bajo el castaño. Ella ayudó a levantar el cuerpo. Lo vistió con sus arreos
           de guerrero, lo afeitó, lo peiné, y le engomó el bigote mejor que él mismo no lo hacía en sus años
           de  gloria.  Nadie  pensó  que  hubiera  amor  en  aquel  acto,  porque  estaban acostumbrados  a la
           familiaridad  de  Amaranta  con  los  ritos  de  la  muerte.  Fernanda  se  escandalizaba  de  que  no
           entendiera las relaciones del   catolicismo  con  la  vida, sino  únicamente sus relaciones con  la
           muerte,  como   si  no  fuera una religión,  sino  un prospecto  de  convencionalismos  funerarios.
           Amaranta estaba demasiado enredada en el berenjenal de sus recuerdos para entender aquellas
           sutilezas apologéticas. Había llegado a la vejez con todas sus nostalgias vivas. Cuando escuchaba
           los valses de Pietro Crespi sentía los mismos deseos de llorar que tuvo en la adolescencia, como
           si el tiempo y los escarmientos no sirvieran de nada. Los rollos de música que ella misma había
           echado a la basura con el pretexto de que se estaban pudriendo con la humedad, seguían girando
           y golpeando martinetes en su memoria. Había tratado de hundirlos en la pasión pantanosa que se
           permitió  con  su  sobrino Aureliano  José, y había tratado de  refugiarse en  la  protección  serena  y
           viril  del  coronel  Gerineldo  Márquez,  pero  no  había conseguido  derrotarlos  ni  con el  acto  más
           desesperado   de  su  vejez,  cuando  bañaba al  pequeño  José  Arcadio  tres  años  antes  de  que  lo
           mandaran al seminario, y lo acariciaba no como podía hacerlo una abuela con un nieto, sino como
           lo  hubiera  hecho  una mujer   con un hombre,    como   se  contaba que   lo  hacían las  matronas
           francesas, y como ella quiso hacerlo con Pietro Crespi, a los doce, los catorce años, cuando lo vio
           con sus pantalones de baile y la varita mágica con que llevaba el compás del metrónomo. A veces
           le  dolía  haber  dejado  a su  paso  aquel  reguero  de  miseria,  y a veces  le  daba tanta rabia que  se
           pinchaba los dedos con las agujas, pero más le dolía y más rabia le daba y más la amargaba el
           fragante  y agusanado  guayabal   de  amor  que  iba arrastrando  hacia la  muerte. Como  el  coronel
           Aureliano  Buendía pensaba en   la  guerra,  sin poder  evitarlo,  Amaranta pensaba en  Rebeca.  Pero
           mientras  su  hermano   había  conseguido   esterilizar  los  recuerdos,  ella  sólo  había  conseguido
           escaldarlos. Lo único que le rogó a Dios durante muchos años fue que no le mandara el castigo
           de  morir  antes  que  Rebeca.  Cada vez que  pasaba por  su  casa  y advertía  los  progresos  de  la
           destrucción se complacía con la idea de que Dios la estaba oyendo. Una tarde, cuando cosía en el
           corredor, la asaltó la certidumbre de que ella estaría sentada en ese lugar, en esa misma posición
           y bajo esa misma luz, cuando le llevaran la noticia de la muerte de Rebeca. Se sentó a esperarla,
           como  quien  espera  una  carta,  y era  cierto  que en  una  época  arrancaba  botones para  volver a
           pegarlos,  de  modo  que  la  ociosidad no  hiciera más  larga y angustiosa  la  espera.  Nadie  se  dio
           cuenta en la casa de que Amaranta tejió entonces una preciosa mortaja para Rebeca. Más tarde,
           cuando  Aureliano  Triste  contó  que  la  había visto  convertida en  una imagen  de  aparición,  con la
           piel cuarteada y unas pocas hebras amarillentas en el cráneo, Amaranta no se sorprendió, porque
           el  espectro  descrito  era igual  al  que  ella  imaginaba desde  hacía mucho  tiempo.  Había decidido
           restaurar el  cadáver de  Rebeca, disimular con   parafina  los estragos del  rostro y hacerle una
           peluca con el cabello de los santos. Fabricaría un cadáver hermoso, con la mortaja de lino y un
           ataúd forrado  de  peluche  con vueltas  de  púrpura,  y lo  pondría a disposición de  los  gusanos  en
           unos  funerales  espléndidos.  Elaboró  el  plan con tanto  odio  que  la  estremeció  la  idea  de  que  lo
           habría  hecho  de  igual  modo  si  hubiera  sido  con amor,  pero  no  se  dejó  aturdir  por  la  confusión,
           sino  que  siguió  perfeccionando  los  detalles  tan minuciosamente  que  llegó  a ser  más  que  una
           especialista,  una virtuosa  en  los  ritos  de  la  muerte.  Lo  único  que  no  tuvo  en  cuenta en  su  plan
           tremendista fue que, a pesar de sus súplicas a Dios, ella podía morirse primero que Rebeca. Así
           ocurrió, en efecto. Pero en el instante final Amaranta no se sintió frustrada, sino por el contrario
           liberada de toda amargura, porque la muerte le deparó el privilegio de anunciarse con varios años
           de  anticipación.  La  vio  un mediodía  ardiente,  cosiendo  con ella  en  el  corredor,  poco  después  de
           que  Meme   se  fue  al  colegio.  La  reconoció  en  el  acto,  y no  había nada pavoroso  en  la  muerte,
           porque era una mujer vestida de azul con el cabello largo, de aspecto un poco anticuado, y con
           un cierto parecido a Pilar Ternera en la época en que las ayudaba en los oficios de cocina. Varias
           veces  Fernanda estuvo   presente  y no  la  vio,  a pesar  de  que  era tan real,  tan humana,  que  en
           alguna ocasión le pidió a Amaranta el favor de que le ensartara una aguja. La muerte no le dijo
           cuándo se iba a morir ni si su hora estaba señalada antes que la de Rebeca, sino que le ordenó
           empezar   a tejer  su  propia  mortaja el  próximo  seis  de  abril.  La  autorizó  para  que  la  hiciera tan
           complicada y primorosa como ella quisiera, pero tan honradamente como hizo la de Rebeca, y le



                                                            114
   109   110   111   112   113   114   115   116   117   118   119