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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           advirtió  que  había de  morir  sin dolor,  ni  miedo,  ni  amargura,  al  anochecer  del  día en  que  la
           terminara. Tratando de perder la mayor cantidad posible de tiempo, Amaranta encargó las hilazas
           de lino bayal y ella misma fabricó el lienzo. Lo hizo con tanto cuidado que solamente esa labor le
           llevó cuatro años. Luego inició el bordado. A medida que se aproximaba el término ineludible, iba
           comprendiendo   que  sólo  un  milagro  le  permitiría  prolongar  el trabajo  más  allá  de  la  muerte  de
           Rebeca,  pero  la  misma  concentración  le  proporcionó  la  calma  que  le  hacía  falta  para  aceptar  la
           idea de una frustración. Fue entonces cuando entendió el círculo vicioso de los pescaditos de oro
           del coronel Aureliano Buendía. El mundo se redujo a la superficie de su piel, y el interior quedó a
           salvo de toda amargura. Le dolió no haber tenido aquella revelación muchos años antes, cuando
           aún fuera posible purificar los recuerdos y reconstruir el universo bajo una luz nueva, y evocar sin
           estremecerse el olor de espliego de Pietro Crespi al atardecer, y rescatar a Rebeca de su salsa de
           miseria, no por odio ni por amor, sino por la comprensión sin medidas de la soledad. El odio que
           advirtió  una noche  en  las  palabras  de  Meme  no  la  conmovió  porque  la  afectara,  sino  porque  se
           sintió repetida en otra adolescencia que parecía tan limpia como debió parecer la suya y que, sin
           embargo,   estaba ya viciada por  el  rencor.  Pero  entonces  era tan honda la  conformidad con su
           destino que ni siquiera la inquietó la certidumbre de que estaban cerradas todas las posibilidades
           de rectificación. Su único objetivo fue terminar la mortaja. En vez de retardaría con preciosismos
           inútiles, como lo hizo al principio, apresuró la labor. Una semana antes calculó que daría la última
           puntada en   la  noche  del  cuatro  de  febrero,  y sin revelarle  el  motivo  le  sugirió  a Meme  que
           anticipara un concierto de clavicordio que tenía previsto para el día siguiente, pero ella no le hizo
           caso. Amaranta buscó entonces la     manera de   retrasarse cuarenta  y ocho  horas, y hasta pensó
           que la muerte la estaba complaciendo, porque en la noche del cuatro de febrero una tempestad
           descompuso   la  planta eléctrica.  Pero  al  día siguiente,  a las  ocho  de  la  mañana,  dio  la  última
           puntada en   la  labor  más  primorosa que  mujer  alguna había terminado  jamás,  y  anunció  sin el
           menor dramatismo que moriría al atardecer. No sólo previno a la familia, sino a toda la población,
           porque Amaranta se había hecho a la idea de que se podía reparar una vida de mezquindad con
           un último favor al mundo, y pensó que ninguno era mejor que llevarles cartas a los muertos.
              La noticia de que Amaranta Buendía zarpaba al crepúsculo llevando el correo de la muerte se
           divulgó en Macondo antes del mediodía, y a las tres de la tarde había en la sala un cajón lleno de
           cartas. Quienes no quisieron escribir le dieron a Amaranta recados verbales que ella anotó en una
           libreta con el nombre y la fecha de muerte del destinatario, «No se preocupe -tranquilizaba a los
           remitentes-.  Lo  primero  que  haré  al  llegar  será  preguntar  por  él,  y le  daré  su  recado.»  Parecía
           una farsa.  Amaranta no   revelaba trastorno  alguno,  ni  el  más  leve  signo  de  dolor,  y  hasta se
           notaba un poco rejuvenecida por el deber cumplido. Estaba tan derecha y esbelta como siempre.
           De  no  haber  sido  por  los  pómulos  endurecidos  y la  falta de  algunos  dientes,  habría  parecido
           mucho menos vieja de lo que era en realidad. Ella misma dispuso que se metieran las cartas en
           una caja embreada, e indicó la manera como debía colocarse en la tumba para preservarla mejor
           de  la  humedad.  En  la  mañana había llamado  a un carpintero  que  le  tomó  las  medidas  para  el
           ataúd,  de  pie,  en  la  sala,  como  si  fueran para  un vestido.  Se  le  despertó  tal  dinamismo  en  las
           últimas  horas  que  Fernanda se  estaba burlando  de  todos.  Úrsula,  con la  experiencia de  que  los
           Buendía se morían sin enfermedad, no puso en duda que Amaranta había tenido el presagio de la
           muerte, pero en todo caso la atormentó el temor de que en el trajín de las cartas y la ansiedad
           de que llegaran pronto los ofuscados remitentes la fueran a enterrar viva. Así que se empeñó en
           despejar la  casa, disputándose a gritos con    los intrusos, y a las cuatro de  la  tarde lo  había
           conseguido. A  esa hora, Amaranta acababa de     repartir  sus cosas entre los pobres, y sólo  había
           dejado sobre el severo ataúd de tablas sin pulir la muda de ropa y las sencillas babuchas de pana
           que había de llevar en la muerte. No pasó por alto esa precaución, al recordar que cuando murió
           el  coronel  Aureliano  Buendía hubo  que  comprarle  un par  de  zapatos  nuevos,  porque  ya  sólo  le
           quedaban las pantuflas que usaba en el taller. Poco antes de las cinco, Aureliano Segundo fue a
           buscar  a Meme   para  el  concierto,  y se  sorprendió  de  que  la  casa  estuviera preparada para  el
           funeral.  Si  alguien parecía vivo  a esa hora  era la  serena Amaranta, a quien el  tiempo  le  había
           alcanzado hasta para rebanarse los callos. Aureliano Segundo y Meme se despidieron de ella con
           adioses de burla, y le prometieron que el sábado siguiente harían la parranda de la resurrección.
           Atraído  por  las  voces  públicas  de  que  Amaranta Buendía estaba recibiendo    cartas  para  los
           muertos,  el  padre  Antonio  Isabel  llegó  a las  cinco  con el  viático,  y tuvo  que  esperar  más  de
           quince minutos a que la moribunda saliera del baño. Cuando la vio aparecer con un camisón de
           madapolán   y el  cabello  suelto  en  la  espalda,  el  decrépito párroco creyó que era  una  burla,  y



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