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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           podía disputárselo  la  hija.  Fue  también un esfuerzo  innecesario,  porque  Meme  no  tuvo  nunca el
           propósito de intervenir en los asuntos de su padre, y seguramente si lo hubiera hecho habría sido
           en  favor  de  la  concubina.  No  le  sobraba tiempo  para  molestar  a nadie.  Ella  misma barría el
           dormitorio y arreglaba la cama, como le enseñaron las monjas. En la mañana se ocupaba de su
           ropa, bordando en el corredor o cosiendo en la vieja máquina de manivela de Amaranta. Mientras
           los otros hacían  la  siesta, practicaba  dos horas el  clavicordio, sabiendo  que el  sacrificio  diario
           mantendría  calmada a Fernanda.    Por  el  mismo  motivo  seguía  ofreciendo  conciertos  en  bazares
           eclesiásticos y veladas escolares, aunque    las solicitudes eran  cada  vez  menos frecuentes. Al
           atardecer se arreglaba, se ponía sus trajes sencillos y sus duros borceguíes, y si no tenía algo que
           hacer con  su  padre iba a casas de   amigas, donde permanecía      hasta la  hora de  la  cena. Era
           excepcional que Aureliano Segundo no fuera a buscarla entonces para llevarla al cine.
              Entre  las  amigas  de  Meme  había tres  jóvenes  norteamericanas  que  rompieron el  cerco  del
           gallinero  electrificado  y  establecieron  amistad  con  muchachas  de  Macondo.  Una  de  ellas  era
           Patricia  Brown.  Agradecido  con  la  hospitalidad  de  Aureliano  Segundo,  el señor  Brown  le  abrió  a
           Meme las puertas de su casa y la invitó a los bailes de los sábados, que eran los únicos en que los
           gringos  alternaban con los  nativos.  Cuando  Fernanda lo   supo,  se  olvidó  por  un momento  de
           Amaranta Úrsula   y los  médicos  invisibles,  y armó  todo  un melodrama.   «Imagínate  -le  dijo  a
           Meme- lo que va a pensar el coronel en su tumba.» Estaba buscando, por supuesto, el apoyo de
           Úrsula.  Pero  la  anciana ciega,  al  contrario  de  lo  que  todos  esperaban,  consideró  que  no  había
           nada reprochable en que Meme asistiera a los bailes y cultivara amistad con las norteamericanas
           de  su  edad, siempre que conservara  su  firmeza  de  criterio  y no  se dejara  convertir a  la  religión
           protestante.  Meme  captó  muy bien  el  pensamiento  de  la  tatarabuela,  y al  día siguiente  de  los
           bailes  se  levantaba más  temprano  que  de  costumbre  para  ir  a misa.  La  oposición de  Fernanda
           resistió hasta el día en que Meme la desarmó con la noticia de que los norteamericanos querían
           oírla tocar el  clavicordio. El  instrumento fue sacado  una  vez  más de  la  casa y llevado  a la  del
           señor Brown,   donde, en  efecto, la  joven  concertista recibió los aplausos más sinceros y las fe-
           licitaciones más entusiastas. Desde entonces no sólo la invitaron a los bailes, sino también a los
           baños dominicales en la piscina, y a almorzar una vez por semana. Meme aprendió a nadar como
           una profesional, a jugar al tenis y a comer jamón de Virginia con rebanadas de piña. Entre bailes,
           piscina y tenis,   se  encontró  de  pronto  desenredándose    en  inglés.  Aureliano  Segundo   se
           entusiasmó   tanto  con los  progresos  de  la  hija que  le  compró  a un vendedor    viajero  una
           enciclopedia  inglesa en  seis  volúmenes y con  numerosas láminas de   colores, que Meme   leía  en
           sus horas libres. La lectura ocupó la      atención  que antes destinaba a los comadreos de
           enamorados o a los encierros experimentales con sus amigas, no porque se lo hubiera impuesto
           como  disciplina,  sino  porque  ya había perdido  todo  interés  en  comentar  misterios  que  eran del
           dominio  público.  Recordaba la  borrachera como  una aventura   infantil,  y le  parecía tan divertida
           que se la contó a Aureliano Segundo, y a éste le pareció más divertida que a ella. «Si tu madre lo
           supiera», le dijo, ahogándose de risa, como le decía siempre que ella le hacía una confidencia. Él
           le  había hecho  prometer   que  con la  misma confianza lo    pondría al  corriente  de  su  primer
           noviazgo,  y  Meme  le  había contado  que  simpatizaba con un pelirrojo  norteamericano  que  fue  a
           pasar  vacaciones  con sus  padres.  «Qué   barbaridad -rió  Aureliano  Segundo-.  Si  tu madre  lo
           supiera.» Pero  Meme   le  contó  también que  el  muchacho  había regresado  a su  país  y no  había
           vuelto a dar señales de vida. Su madurez de criterio afianzó la paz doméstica. Aureliano Segundo
           dedicaba entonces   más  horas  a Petra Cotes,  y aunque  ya el  cuerpo  y el  alma no  le  daban para
           parrandas  como  las  de  antes,  no  perdía  ocasión de  promoverías  y de  desenfundar  el  acordeón,
           que  ya tenía algunas  teclas  amarradas  con cordones  de  zapatos.  En  la  casa,  Amaranta bordaba
           su  interminable  mortaja,  y  Úrsula  se  dejaba  arrastrar  por  la  decrepitud  hacia  el fondo  de  las
           tinieblas, donde lo único que seguía siendo visible era el espectro de José Arcadio Buendía bajo el
           castaño. Fernanda    consolidó su  autoridad.  Las cartas mensuales a su     hijo  José Arcadio no
           llevaban entonces una línea de mentira, y solamente le ocultaba su correspondencia con los mé-
           dicos  invisibles,  que  le  habían diagnosticado  un tumor  benigno  en  el  intestino  grueso  y estaban
           preparándola para practicarle una intervención telepática.
              Se hubiera dicho que en la cansada mansión de los Buendía había paz y felicidad rutinaria para
           mucho tiempo si la intempestiva muerte de Amaranta no hubiera promovido un nuevo escándalo.
           Fue  un acontecimiento  inesperado.  Aunque  estaba vieja y apartada de   todos,  todavía se  notaba
           firme y recta, v con la salud de piedra que tuvo siempre. Nadie conoció su pensamiento desde la
           tarde en que rechazó definitivamente al coronel Gerineldo Márquez y se encerró a llorar. Cuando



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