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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           sus remilgos, su pobreza de espíritu, sus delirios de grandeza. Desde las segundas vacaciones se
           había enterado de que su padre sólo vivía en la casa por guardar las apariencias, y conociendo a
           Fernanda  como   la  conocía y habiéndoselas arreglado más tarde para conocer a Petra Cotes, le
           concedió  la  razón  a  su  padre.  También  ella  hubiera  preferido  ser  la  hija  de  la  concubina.  En  el
           embotamiento del alcohol, Meme pensaba con deleite en el escándalo que se habría suscitado si
           en aquel momento hubiera expresado sus pensamientos, y fue tan intensa la íntima satisfacción
           de la picardía, que Fernanda la advirtió.
              -¿Qué te pasa? -preguntó.
              -Nada -contestó Meme-. Que apenas ahora descubro cuánto las quiero.
              Amaranta se asustó con la evidente carga de odio que llevaba la declaración. Pero Fernanda se
           sintió tan conmovida que creyó volverse loca cuando Meme despertó a medianoche con la cabeza
           cuarteada por el dolor, y ahogándose en vómitos de hiel. Le dio un frasco de aceite de castor, le
           puso cataplasmas en el vientre y bolsas de hielo en la cabeza, y la obligó a cumplir la dieta y el
           encierro  de  cinco  días  ordenados  por  el  nuevo  extravagante  médico  francés  que,  después  de
           examinarla más de dos horas, llegó a la conclusión nebulosa de que tenía un trastorno propio de
           mujer.  Abandonada por   la  valentía,  en  un miserable  estado  de  desmoralización,  a Meme  no  le
           quedó otro recurso que aguantar. Úrsula, ya completamente ciega, pero todavía activa y lúcida,
           fue la única que intuyó el diagnóstico exacto. «Para mí -pensó-, estas son las mismas cosas que
           les  dan  a  los  borrachos.»  Pero  no  sólo  rechazó  la  idea,  sino  que  se  reprochó  la  ligereza  de
           pensamiento.   Aureliano  Segundo   sintió  un retortijón  de  conciencia  cuando  vio  el  estado  de
           postración  de  Meme, y se prometió   ocuparse más de    ella  en  el  futuro. Fue así  como  nació la
           relación  de  alegre  camaradería entre  el  padre  y la  hija,  que  lo  liberó  a él  por  un tiempo  de  la
           amarga soledad de    las  parrandas,  y la  liberó  a ella  de  la  tutela  de  Fernanda sin tener  que
           provocar  la  crisis  doméstica  que  ya  parecía  inevitable.  Aureliano  Segundo  aplazaba  entonces
           cualquier compromiso para estar con Meme, por llevarla al cine o al circo, y le dedicaba la mayor
           parte de su ocio. En los últimos tiempos, el estorbo de la obesidad absurda que ya no le permitía
           amarrarse los cordones de los zapatos, y la satisfacción abusiva de toda clase de apetitos, habían
           empezado a agriarle el carácter. El descubrimiento de la hija le restituyó la antigua jovialidad, y
           el gusto de estar con ella lo iba apartando poco a poco de la disipación. Meme despuntaba en una
           edad frutal.  No  era bella,  como   nunca lo   fue  Amaranta,   pero  en  cambio   era simpática,
           descomplicada,  y tenía la  virtud de  caer  bien  desde  el  primer  momento.  Tenía un espíritu mo-
           derno que lastimaba la anticuada sobriedad y el mal disimulado corazón cicatero de Fernanda, y
           que  en  cambio  Aureliano  Segundo  se  complacía  en  patrocinar.  Fue  él quien  resolvió  sacarla  del
           dormitorio que ocupaba desde niña, y donde los pávidos ojos de los santos seguían alimentando
           sus terrores de  adolescente, y le  amuebló un  cuarto  con  una  cama  tronal, un  tocador amplio  y
           cortinas  de  terciopelo,  sin caer  en  la  cuenta de  que  estaba haciendo  una segunda versión del
           aposento  de  Petra Gotes.  Era tan pródigo   con Meme    que  ni  siquiera  sabía cuánto  dinero  le
           proporcionaba, porque ella misma se lo sacaba de los bolsillos, y la mantenía al tanto de cuanta
           novedad embellecedora    llegaba a los  comisariatos  de  la  compañía  bananera.  El  cuarto  de  Meme
           se llenó de almohadillas de piedra pómez para pulirse las uñas, rizadores de cabellos, brilladores
           de dientes, colirios para languidecer la mirada, y tantos y tan novedosos cosméticos y artefactos
           de  belleza que  cada vez que  Fernanda entraba en   el  dormitorio  se  escandalizaba con la  idea  de
           que  el  tocador  de  la  hija debía ser  igual  al  de  las  matronas  francesas.  Sin embargo,  Fernanda
           andaba en    esa época con el    tiempo   dividido  entre  la  pequeña Amaranta Úrsula,    que  era
           caprichosa y enfermiza, y una emocionante correspondencia con los médicos invisibles. De modo
           que  cuando  advirtió  la  complicidad  del padre  con  la  hija,  la  única  promesa  que  le  arrancó  a
           Aureliano Segundo fue que nunca llevaría a Meme a casa de Petra Cotes. Era una advertencia sin
           sentido, porque la concubina estaba tan molesta con la camaradería de su amante con la hija que
           no  quería  saber  nada de  ella.  La  atormentaba un temor   desconocido,  como   si  el  instinto  le
           indicara  que  Meme,  con sólo  desearlo,  podría  conseguir  lo  que  no  pudo  conseguir  Fernanda:
           privarla  de  un amor  que  ya consideraba asegurado  hasta la  muerte. Por  primera vez tuvo  que
           soportar Aureliano  Segundo las caras duras y las virulentas cantaletas de   la  concubina, y hasta
           temió que sus traídos y llevados baúles hicieran el camino de regreso a casa de la esposa. Esto
           no  ocurrió.  Nadie  conocía mejor  a un hombre   que  Petra Cotes a su amante, y sabía que     los
           baúles se quedarían donde los mandaran, porque si algo detestaba Aureliano Segundo era com-
           plicarse  la  vida con rectificaciones  y mudanzas.  De  modo  que  los  baúles  se  quedaron  donde
           estaban, y Petra Cotes se empeñó en reconquistar al marido afilando las únicas armas con que no



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