Page 110 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           tajadas  de  plátano  fritas,  todo  junto  en  el  mismo  plato.  Su apetito  no  se  alteraba ni  en  las
           mejores ni en las más duras circunstancias. Al término del almuerzo experimentó la zozobra de la
           ociosidad.  Por  una especie  de  superstición  científica,  nunca trabajaba,  ni  leía,  ni  se  bañaba,  ni
           hacía el  amor  antes  de  que  transcurrieran dos  horas  de  digestión,  y era una creencia tan
           arraigada que varias veces retrasó operaciones de guerra para no someter la tropa a los riesgos
           de una congestión. De modo que se acostó en la hamaca, sacándose la cera de los oídos con un
           cortaplumas, y a los pocos minutos se quedó dormido. Soñó      que entraba en   una  casa vacía, de
           paredes blancas, y que lo inquietaba la pesadumbre de ser el primer ser humano que entraba en
           ella. En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches de los
           últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel
           sueño recurrente tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento
           después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la puerta del taller, el coronel Aureliano Buendía
           despertó  con la  impresión de   que  involuntariamente   se  había quedado   dormido   por  breves
           segundos, y que no había tenido tiempo de soñar nada.
              -Hoy no -le dijo al peluquero-. Nos vemos el viernes.
              Tenía una barba de tres días, moteada de pelusas blancas, pero no creía necesario afeitarse si
           el viernes se iba a cortar el pelo y podía hacerlo todo al mismo tiempo. El sudor pegajoso de la
           siesta  indeseable  revivió en  sus axilas las cicatrices de  los golondrinos. Había escampado, pero
           aún  no  salía  el sol.  El coronel Aureliano  Buendía  emitió  un  eructo  sonoro  que  le  devolvió  al
           paladar  la  acidez  de  la  sopa,  y que  fue  como  una orden del  organismo  para  que  se  echara  la
           manta en los hombros y fuera al excusado. Allí permaneció más del tiempo necesario, acuclillado
           sobre la densa fermentación que subía del cajón de madera, hasta que la costumbre le indicó que
           era hora de reanudar el trabajo. Durante el tiempo que duró la espera volvió a recordar que era
           martes,  y que  José  Arcadio  Segundo  no  había estado  en  el  taller  porque  era día de  pago  en  las
           fincas de  la  compañía  bananera. Ese recuerdo, como   todos los de  los últimos años, lo  llevó sin
           que  viniera a cuento  a pensar  en  la  guerra.  Recordó  que  el  coronel  Gerineldo  Márquez le  había
           prometido alguna vez conseguirle un cabal lo con una estrella blanca en la frente, y que nunca se
           había vuelto   a hablar  de  eso.  Luego  derivó  hacia episodios  dispersos,  pero  los  evocó  sin
           calificarlos,  porque  a fuerza de  no  poder  pensar  en  otra  cosa  había aprendido  a pensar  en  frío,
           para  que  los  recuerdos  ineludibles  no  le  lastimaran  ningún  sentimiento.  De  regreso  al taller,
           viendo  que  el  aire  empezaba a secar,  decidió  que  era un buen  momento   para  bañarse,  pero
           Amaranta se    le  había anticipado.  Así  que  empezó    el  segundo  pescadito  del  día.  Estaba
           engarzando la cola cuando el sol salió con tanta fuerza que la claridad crujió como un balandro. El
           aire lavado por la llovizna de tres días se llenó de hormigas voladoras. Entonces cayó en la cuenta
           de que tenía deseos de orinar, y los estaba aplazando hasta que acabara de armar el pescadito.
           Iba para el patio, a las cuatro y diez, cuando oyó los cobres lejanos, los retumbos del bombo y el
           júbilo de los niños, y por primera vez desde su juventud pisó conscientemente una trampa de la
           nostalgia,  y revivió  la  prodigiosa  tarde  de  gitanos  en  que  su  padre  lo  llevó  a conocer  el  hielo.
           Santa Sofía de la Piedad abandonó lo que estaba haciendo en la cocina y corrió hacia la puerta.
              -Es el circo -gritó.
              En vez de ir al castaño, el coronel Aureliano Buendía fue también a la puerta de la calle y se
           mezcló  con  los curiosos que contemplaban   el  desfile. Vio una  mujer vestida de  oro en  el  cogote
           de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás
           de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas en la cola del
           desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó
           sino  el  luminoso espacio en  la  calle, y el  aire lleno  de  hormigas voladoras, y unos cuantos
           curiosos  asomados  al precipicio  de  la  incertidumbre.  Entonces  fue  al castaño,  pensando  en  el
           circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo.
           Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en
           el tronco  del castaño.  La  familia  no  se  enteró  hasta  el día  siguiente,  a  las  once  de  la  mañana,
           cuando  Santa Sofía de  la  Piedad fue  a tirar  la  basura  en  el  traspatio  y le  llamó  la  atención  que
           estuvieran bajando los gallinazos.











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