Page 109 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           gusten  las películas  tendrá  por lo  menos una  ocasión  de  respirar  aire puro.»  Pero no  tardó en
           darse cuenta de que él era tan insensible a sus súplicas como hubiera podido serlo el coronel, y
           que  estaban acorazados   por  la  misma  impermeabilidad  a  los  afectos.  Aunque  nunca  supo,  ni lo
           supo nadie, de qué hablaban en los prolongados encierros del taller, entendió que fueran ellos los
           únicos miembros de la familia que parecían vinculados por las afinidades.
              La verdad es que ni José Arcadio Segundo hubiera podido sacar al coronel de su encierro. La
           invasión escolar había rebasado los límites de su paciencia. Con el pretexto de que el dormitorio
           nupcial estaba  a  merced  de  las  polillas  a  pesar  de  la  destrucción  de  las  apetitosas  muñecas  de
           Remedios,  colgó  una hamaca   en  el  taller,  y entonces  lo  abandonó  solamente  para  ir  al  patio  a
           hacer sus necesidades. Úrsula no conseguía hilvanar con él una conversación trivial. Sabía que no
           miraba los platos de comida, sino que los ponía en un extremo del mesón mientras terminaba el
           pescadito,  y no  le  importaba si  la  sopa se  llenaba de  nata y se  enfriaba la  carne.  Se  endureció
           cada vez más desde que el coronel Gerineldo Márquez se negó a secundario en una guerra senil.
           Se encerró con tranca dentro de sí mismo, y la familia terminó por pensar en él como si hubiera
           muerto. No se le volvió a ver una reacción humana, hasta un once de octubre en que salió a la
           puerta de  la  calle  para  ver  el  desfile  de  un circo.  Aquella  había sido  para  el  coronel  Aureliano
           Buendía una   jornada igual  a todas las de   sus últimos años. A   las cinco de  la  madrugada lo
           despertó el alboroto de los sapos y los grillos en el exterior del muro. La llovizna persistía desde
           el sábado, y él no hubiera tenido necesidad de oír su minucioso cuchicheo en las hojas del jardín,
           porque  de  todos  modos   lo  hubiera  sentido  en  el  frío  de  los  huesos.  Estaba,  como  siempre,
           arropado con la manta de lana, y con los largos calzoncillos de algodón crudo que seguía usando
           por comodidad, aunque a causa de su polvoriento anacronismo él mismo los llamaba «calzoncillos
           de godo». Se puso los pantalones estrechos, pero no se cerró las presillas ni se puso en el cuello
           de  la  camisa  el  botón de  oro  que  usaba siempre,  porque  tenía el  propósito  de  darse  un baño.
           Luego se puso la    manta en   la  cabeza, como   un  capirote, se peinó con   los dedos el  bigote
           chorreado,  y fue  a orinar  en  el  patio.  Faltaba tanto  para  que  saliera  el  sol  que  José  Arcadio
           Buendía dormitaba todavía bajo el cobertizo de palmas podridas por la llovizna. Él no lo vio, como
           no  lo  había visto  nunca,  ni  oyó  la  frase  incomprensible  que  le  dirigió  el  espectro  de  su  padre
           cuando despertó sobresaltado por el chorro de orín caliente que le salpicaba los zapatos. Dejó el
           baño  para  más  tarde,  no  por  el  frío  y la  humedad,  sino  por  la  niebla  opresiva de  octubre.  De
           regreso al taller percibió el olor de pabilo de los fogones que estaba encendiendo Santa Sofía de
           la  Piedad, y esperó en  la  cocina  a  que hirviera  el  café para  llevarse su  tazón  sin  azúcar. Santa
           Sofía de la Piedad le preguntó, como todas las mañanas, en qué día de la semana estaban, y él
           contestó que era martes, once de octubre. Viendo a la impávida mujer dorada por el resplandor
           del  fuego,  que  ni  en  ese  ni  en  ningún otro  instante  de  su  vida parecía existir  por  completo,
           recordó de pronto que un once de octubre, en plena guerra, lo despertó la certidumbre brutal de
           que  la  mujer  con quien había dormido  estaba muerta.   Lo  estaba,  en  realidad,  y no  olvidaba la
           fecha porque también ella le había preguntado una hora antes en qué día estaban. A pesar de la
           evocación,  tampoco   esta vez tuvo   conciencia  de  hasta qué  punto  lo  habían abandonado   los
           presagios,  y mientras  hervía  el  café  siguió  pensando  por  pura  curiosidad,  pero  sin el  más
           insignificante  riesgo  de  nostalgia,  en  la  mujer  cuyo  nombre  no  conoció  nunca,  y  cuyo  rostro  no
           vio con vida porque había llegado hasta su hamaca tropezando en la oscuridad. Sin embargo, en
           el vacío de tantas mujeres como llegaron a su vida en igual forma, no recordó que fue ella la que
           en el delirio del primer encuentro estaba a punto de naufragar en sus propias lágrimas, y apenas
           una hora antes de morir había jurado amarlo hasta la muerte. No volvió a pensar en ella, ni en
           ninguna otra, después de que entró al taller con la taza humeante, y encendió la luz para contar
           los  pescaditos  de  oro  que  guardaba en  un tarro  de  lata.  Había diecisiete.  Desde  que  decidió  no
           venderlos,  seguía  fabricando  dos  pescaditos  al  día,  y cuando  completaba veinticinco  volvía  a
           fundirlos  en  el  crisol  para  empezar  a hacerlos  de  nuevo.  Trabajó  toda la  mañana absorto,  sin
           pensar en nada, sin darse cuenta de que a las diez arreció la lluvia y alguien pasó frente al taller
           gritando que cerraran las puertas para que no se inundara la casa. y sin darse cuenta ni siquiera
           de sí mismo hasta que Úrsula entró con el almuerzo y apagó la luz.
              -¡Qué lluvia! -dijo Úrsula.
              -Octubre -dijo él.
              Al decirlo, no levantó la vista del primer pescadito del día, porque estaba engastando los rubíes
           de los ojos. Sólo cuando lo terminó y lo puso con los otros en el tarro, empezó a tomar la sopa.
           Luego se comió, muy despacio, el     pedazo  de  carne guisada con   cebolla, el  arroz  blanco y las



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