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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Fue preciso pedir camas y hamacas a los vecinos, establecer nueve turnos en       la  mesa, fijar
           horarios para el baño y conseguir cuarenta taburetes prestados para que las niñas de uniformes
           azules  y botines  de  hombre  no  anduvieran todo    el  día revoloteando  de  un lado  a otro.  La
           invitación  fue  un fracaso,  porque  las ruidosas colegialas apenas acababan de  desayunar  cuando
           ya tenían que  empezar   los  turnos  para  el  almuerzo,  y luego  para  la  cena,  y en  toda la  semana
           sólo  pudieron  hacer un  paseo a las plantaciones. Al  anochecer, las monjas estaban    agotadas,
           incapacitadas  para  moverse,  para  impartir  una orden más,  y todavía el  tropel  de  adolescentes
           incansables estaba en el patio cantando desabridos himnos escolares. Un día estuvieron a punto
           de atropellar a Úrsula, que se empeñaba en ser útil precisamente donde más estorbaba. Otro día,
           las  monjas  armaron un alboroto   porque  el  coronel  Aureliano  Buendía orinó  bajo  el  castaño  sin
           preocuparse de que las colegialas estuvieran en el patio. Amaranta estuvo a punto de sembrar el
           pánico, porque una de las monjas entró a la cocina cuando ella estaba salando la sopa, y lo único
           que se le ocurrió fue preguntar qué eran aquellos puñados de polvo blanco.
              -Arsénico -dijo Amaranta.
              La noche de su llegada, las estudiantes se embrollaron de tal modo tratando de ir al excusado
           antes  de  acostarse,  que  a la  una de  la  madrugada todavía estaban entrando       las  últimas.
           Fernanda compró entonces setenta y dos bacinillas, pero sólo consiguió convertir en un problema
           matinal el problema nocturno, porque desde el amanecer había frente al excusado una larga fila
           de  muchachas,   cada  una  con  su  bacinilla  en  la  mano,  esperando  turno  para  lavarla.  Aunque
           algunas sufrieron  calenturas y a varias se les infectaron    las picaduras de   los mosquitos, la
           mayoría demostró una resistencia inquebrantable frente a las dificultades más penosas, y aun a
           la  hora  de  más calor correteaban  en  el  jardín. Cuando  por fin  se fueron, las flores estaban
           destrozadas, los muebles partidos y las paredes cubiertas de dibujos y letreros, pero Fernanda les
           perdonó los estragos en el alivio de la partida. Devolvió las camas y taburetes prestados y guardó
           las  setenta  y  dos  bacinillas  en  el cuarto  de  Melquíades.  La  clausurada  habitación,  en  torno  a  la
           cual giró en otro tiempo la vida espiritual de la casa, fue conocida desde entonces como el cuarto
           de  las  bacinillas.  Para  el  coronel  Aureliano Buendía,  ese era  el  nombre más apropiado, porque
           mientras el resto de la familia seguía asombrándose de que la pieza de Melquíades fuera inmune
           al  polvo  y la  destrucción,  él  la  veía  convertida en  un muladar.  De  todos  modos,  no  parecía
           importarle quién tenía la razón, y si se enteró del destino del cuarto fue porque Fernanda estuvo
           pasando y perturbando su trabajo una tarde entera para guardar las bacinillas.
              Por esos días reapareció José Arcadio Segundo en la casa. Pasaba de largo por el corredor, sin
           saludar a nadie, y se encerraba en el taller a conversar con el coronel. A pesar de que no podía
           verlo, Úrsula  analizaba el  taconeo de  sus botas de   capataz, y se sorprendía    de  la  distancia
           insalvable  que  lo  separaba  de  la  familia,  inclusive  del hermano  gemelo  con  quien  jugaba  en  la
           infancia ingeniosos juegos de confusión, y con el cual no tenía ya ningún rasgo común. Era lineal,
           solemne,  y  tenía un estar  pensativo,  y  una tristeza de  sarraceno,  y  un resplandor  lúgubre  en  el
           rostro color de otoño. Era el que más se parecía a su madre, Santa Sofía de la Piedad. Úrsula se
           reprochaba la tendencia a olvidarse de él al hablar de la familia, pero cuando lo sintió de nuevo
           en la casa, y advirtió que el coronel lo admitía en el taller durante las horas de trabajo, volvió a
           examinar sus viejos recuerdos, y confirmó la creencia de que en algún momento de la infancia se
           había cambiado    con su  hermano    gemelo,  porque  era él  y no  el  otro  quien debía llamarse
           Aureliano.  Nadie  conocía los  pormenores  de  su  vida.  En  un tiempo  se  supo  que  no  tenía una
           residencia fija, que criaba gallos en casa de Pilar Ternera, y que a veces se quedaba a dormir allí,
           pero que casi  siempre pasaba    la  noche en  los cuartos de  las matronas francesas. Andaba    al
           garete, sin afectos, sin ambiciones, como una estrella errante en el sistema planetario de Úrsula.
              En  realidad,  José  Arcadio  Segundo  no  era  miembro  de  la  familia,  ni lo  sería  jamás  de  otra,
           desde la madrugada distante en que el coronel Gerineldo Márquez lo llevó al cuartel, no para que
           viera un fusilamiento, sino para que no olvidara en el resto de su vida la sonrisa triste y un poco
           burlona del  fusilado. Aquél  no  era sólo  su  recuerdo  más antiguo, sino  el  único de  su  niñez.  El
           otro, el de un anciano con un chaleco anacrónico y un sombrero de alas de cuervo que contaba
           maravillas  frente  a  una  ventana  deslumbrante,  no  lograba  situarlo  en  ninguna  época.  Era  un
           recuerdo  incierto, enteramente desprovisto de  enseñanzas o nostalgia, al   contrario del  recuerdo
           del  fusilado, que en realidad había definido el rumbo de su vida, y regresaba a su memoria cada
           vez más   nítido  a medida que    envejecía,  como   si  el  transcurso  del  tiempo  lo  hubiera  ido
           aproximando.   Úrsula  trató  de  aprovechar  a José  Arcadio  Segundo  para  que  el  coronel  Aureliano
           Buendía abandonara    su  encierro.  «Convéncelo  de  que  vaya  al  cine  -le  decía-.  Aunque  no  le



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