Page 107 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Los amigos que lo dejaron en la casa creyeron que le había cumplido a la esposa la promesa
           de no morir en la cama de la concubina. Petra Cotes había embetunado los botines de charol que
           él  quería  tener  puestos  en  el  ataúd,  y ya andaba buscando  a alguien que  los  llevara,  cuando
           fueron  a  decirle que Aureliano  Segundo estaba   fuera  de  peligro. Se  restableció, en  efecto, en
           menos   de  una semana,     y  quince  días  después  estaba celebrando    con una parranda sin
           precedentes el acontecimiento de la supervivencia. Siguió viviendo en casa de Petra Cotes, pero
           visitaba a Fernanda todos los días y a veces se quedaba a comer en familia, como si el destino
           hubiera invertido la situación, y lo hubiera dejado de esposo de la concubina y de amante de la
           esposa.
              Fue un descanso para Fernanda. En los tedios del abandono, sus únicas distracciones eran los
           ejercicios de clavicordio a la hora de la siesta, y las cartas de sus hijos. En las detalladas esquelas
           que  les  mandaba cada quince   días,  no  había una sola  línea  de  verdad.  Les  ocultaba sus  penas.
           Les escamoteaba la tristeza de una casa que a pesar de la luz sobre las begonias, a pesar de la
           sofocación de las dos de la tarde, a pesar de las frecuentes ráfagas de fiesta que llegaban de la
           calle, era cada vez más parecida a la mansión colonial de sus padres. Fernanda vagaba sola entre
           tres fantasmas vivos y el fantasma muerto de José Arcadio Buendía, que a veces iba a sentarse
           con  una  atención  inquisitiva  en  la  penumbra  de  la  sala,  mientras  ella  tocaba  el clavicordio.  El
           coronel Aureliano Buendía era una sombra. Desde la última vez que salió a la calle a proponerle
           una guerra sin porvenir al coronel Gerineldo Márquez, apenas si abandonaba el taller para orinar
           bajo el castaño. No recibía más visitas que las del peluquero cada tres semanas. Se alimentaba
           de cualquier cosa que le llevaba Úrsula una vez al día, y aunque seguía fabricando pescaditos de
           oro  con la  misma pasión  de  antes,  dejó  de  venderlos  cuando  se  enteró  de  que  la  gente  no  los
           compraba como joyas sino como reliquias históricas. Había hecho en el patio una hoguera con las
           muñecas de Remedios, que decoraban su dormitorio desde el día de su matrimonio. La vigilante
           Úrsula se dio cuenta de lo que estaba haciendo su hijo, pero no pudo impedirlo.
              -Tienes un corazón de piedra -le dijo.
              -Esto no es asunto del corazón -dijo él-. El cuarto se está llenando de polillas.
              Amaranta tejía su mortaja. Fernanda no      entendía  por  qué  le  escribía  cartas ocasionales a
           Meme, y hasta le   mandaba regalos, y en   cambio   ni  siquiera quería  hablar de  José Arcadio. «Se
           morirán sin saber   por  qué»,  contestó  Amaranta cuando    ella  le  hizo  la  pregunta a través  de
           Úrsula,  y  aquella  respuesta sembró  en  su  corazón un enigma que  nunca pudo   esclarecer.  Alta,
           espadada,   altiva,  siempre  vestida con abundantes    pollerines  de  espuma y con un aire     de
           distinción que resistía a los años y a los malos recuerdos, Amaranta parecía llevar en la frente la
           cruz de ceniza de la virginidad. En realidad la llevaba en la mano, en la venda negra que no se
           quitaba ni  para  dormir,  y que  ella  misma lavaba y planchaba.  La  vida se  le  iba en  bordar  el
           sudario.  Se  hubiera  dicho  que  bordaba durante  el  día y desbordaba en  la  noche,  y no  con la
           esperanza de derrotar en esa forma la soledad, sino todo lo contrario, para sustentaría.
              La  mayor  preocupación  que  tenía Fernanda en  sus  años  de  abandono,  era que  Meme  fuera a
           pasar las primeras vacaciones y no encontrar a Aureliano Segundo en la casa. La congestión puso
           término  a aquel  temor.  Cuando  Memo   volvió,  sus  padres  se  habían puesto  de  acuerdo  no  sólo
           para  que  la  niña creyera que  Aureliano  Segundo  seguía  siendo  un esposo   domesticado,  sino
           también para que no notara la tristeza de la casa. Todos los años, durante dos meses, Aureliano
           Segundo representaba su papel de marido ejemplar, y promovía fiestas con helados y galletitas,
           que la  alegre y vivaz  estudiante  amenizaba  con  el  clavicordio. Era  evidente  desde entonces que
           había heredado   muy poco   del  carácter  de  la  madre.  Parecía más  bien  una segunda versión de
           Amaranta, cuando ésta no conocía a la amargura y andaba alborotando la casa con sus pasos de
           baile,  a los  doce,  a los  catorce  años,  antes  de  que  la  pasión  secreta por  Pietro  Crespi  torciera
           definitivamente  el  rumbo  de  su  corazón.  Pero  al  contrario  de  Amaranta,  al  contrario  de  todos,
           Memo no revelaba todavía el sino solitario de la familia, y parecía enteramente conforme con el
           mundo, aun cuando se encerraba en la sala a las dos de la tarde a practicar el clavicordio con una
           disciplina inflexible. Era evidente que le gustaba la casa, que pasaba todo el año soñando con el
           alboroto  de  adolescentes  que  provocaba su  llegada,  y que  no  andaba muy lejos  de  la  vocación
           festiva y los desafueros hospitalarios de su padre. El primer signo de esa herencia calamitosa se
           reveló en las terceras vacaciones, cuando Memo apareció en la casa con cuatro monjas y sesenta
           y ocho compañeras de clase, a quienes invitó a pasar una semana en familia, por propia iniciativa
           y sin ningún anuncio.
              -¡Qué desgracia! -se lamentó Fernanda-. ¡Esta criatura es tan bárbara como su padre!



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