Page 106 - Cien Años de Soledad
P. 106

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              -Apártense  vacas  -gritaba Aureliano  Segundo  en  el  paroxismo  de  la  fiesta-.  Apártense  que  la
           vida es corta.
              Nunca tuvo  mejor  semblante,  ni  lo  quisieron más,  ni  fue  más  desaforado  el  paritorio  de  sus
           animales.  Se  sacrificaban  tantas  reses,  tantos  cerdos  y  gallinas  en  las  interminables  parrandas,
           que la tierra del patio se volvió negra y lodosa de tanta sangre. Aquello era un eterno tiradero de
           huesos  y tripas,  un muladar  de  sobras,  y había que  estar  quemando  recámaras  de  dinamita a
           todas horas para que los gallinazos no les sacaran los ojos a los invitados. Aureliano Segundo se
           volvió  gordo,  violáceo, atortugado, a consecuencia  de  un apetito  apenas comparable  al  de  José
           Arcadio  cuando  regresó  de  la  vuelta al  mundo.  El  prestigio  de  su  desmandada voracidad,  de  su
           inmensa capacidad de    despilfarro,  de  su  hospitalidad sin precedente,  rebasó  los  límites  de  la
           ciénaga y atrajo a los glotones mejor calificados del litoral. De todas partes llegaban tragaldabas
           fabulosos para tomar parte en      los irracionales torneos de   capacidad   y resistencia que se
           organizaban en casa de Petra Cotes. Aureliano Segundo fue el comedor invicto, hasta el sábado
           de infortunio en que apareció Camila Sagastume, una hembra totémica conocida en el país entero
           con el buen nombre de La Elefanta.
              El  duelo se prolongó   hasta  el  amanecer del  martes. En   las primeras   veinticuatro horas,
           habiendo despachado una ternera con yuca, ñame y plátanos asados, y además una caja y media
           de champaña, Aureliano Segundo tenía la seguridad de la victoria. Se veía más entusiasta, más
           vital  que  la  imperturbable  adversaria,  poseedora de  un estilo  evidentemente  más  profesional,
           pero por lo mismo menos emocionante para el abigarrado público que desbordó la casa. Mientras
           Aureliano  Segundo   comía a dentelladas,   desbocado   por  la  ansiedad del  triunfo,  La  Elefanta
           seccionaba la carne con las artes de un cirujano, y la comía sin prisa y hasta con un cierto placer.
           Era gigantesca y maciza, pero contra la corpulencia colosal prevalecía la ternura de la femineidad,
           y tenía un rostro tan hermoso, unas manos tan finas y bien cuidadas y un encanto personal tan
           irresistible,  que  cuando  Aureliano  Segundo  la  vio  entrar  a  la  casa  comentó  en  voz  baja  que
           hubiera  preferido no  hacer el  torneo en  la  mesa  sino  en  la  cama. Más tarde, cuando  la  vio
           consumir  el  cuadril  de  la  ternera sin violar  una sola  regla de  la  mejor  urbanidad,  comentó
           seriamente  que aquel  delicado, fascinante e insaciable  proboscidio era en  cierto  modo  la  mujer
           ideal. No estaba equivocado. La fama de quebrantahuesos que precedió a La Elefanta carecía de
           fundamento. No era trituradora de bueyes, ni mujer barbada en un circo griego, como se decía,
           sino  directora de  una academia  de  canto.  Había aprendido  a comer   siendo  ya una respetable
           madre de familia, buscando un método para que sus hijos se alimentaran mejor y no mediante
           estímulos  artificiales  del apetito  sino  mediante  la  absoluta  tranquilidad  del espíritu.  Su  teoría,
           demostrada en     la  práctica,  se  fundaba en  el  principio  de  que  una persona que    tuviera
           perfectamente arreglados todos los asuntos de su conciencia, podía comer sin tregua hasta que la
           venciera  el  cansancio. De  modo  que fue por razones morales, y no    por interés deportivo, que
           desatendió la academia y el hogar para competir con un hombre cuya fama de gran comedor sin
           principios le había dado la vuelta al país. Desde la primera vez que lo vio, se dio cuenta de que a
           Aureliano  Segundo no  lo  perdería  el  estómago  sino  el  carácter. Al  término de  la  primera  noche,
           mientras La Elefanta continuaba impávida, Aureliano Segundo se estaba agotando de tanto hablar
           y  reír.  Durmieron cuatro  horas.  Al  despertar,  se  bebió  cada uno  el  jugo  de  cincuenta naranjas,
           ocho litros de café y treinta huevos crudos. Al segundo amanecer, después de muchas horas sin
           dormir y habiendo despachado dos cerdos, un racimo de plátanos y cuatro cajas de champaña, La
           Elefanta sospechó  que  Aureliano  Segundo,  sin saberlo,  había descubierto  el  mismo  método  que
           ella, pero por el camino absurdo de la irresponsabilidad total. Era, pues, más peligroso de lo que
           ella  pensaba.  Sin embargo,  cuando  Petra Cotes   llevó  a la  mesa  dos  pavos  asados,  Aureliano
           Segundo estaba a un paso de la congestión.
              -Si no puede, no coma más -dijo La Elefanta-. Quedamos empatados.
              Lo  dijo  de  corazón,  comprendiendo  que  tampoco  ella  podía comer  un bocado   más   por  el
           remordimiento   de  estar  propiciando  la  muerte  del adversario.   Pero  Aureliano  Segundo   lo
           interpretó  como  un nuevo   desafío,  y se  atragantó  de  pavo  hasta más   allá  de  su  increíble
           capacidad.  Perdió  el  conocimiento.  Cayó  de  bruces  en  el  plato  de  huesos,  echando  espumarajos
           de perro por la boca, y ahogándose en ronquidos de agonía. Sintió, en medio de las tinieblas, que
           lo arrojaban desde lo más alto de una torre hacia un precipicio sin fondo, y en un último fogonazo
           de  lucidez se  dio  cuenta de  que  al  término  de  aquella  inacabable  caída lo  estaba esperando  la
           muerte.
              -Llévenme con Fernanda -alcanzó a decir.



                                                            106
   101   102   103   104   105   106   107   108   109   110   111