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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
-Apártense vacas -gritaba Aureliano Segundo en el paroxismo de la fiesta-. Apártense que la
vida es corta.
Nunca tuvo mejor semblante, ni lo quisieron más, ni fue más desaforado el paritorio de sus
animales. Se sacrificaban tantas reses, tantos cerdos y gallinas en las interminables parrandas,
que la tierra del patio se volvió negra y lodosa de tanta sangre. Aquello era un eterno tiradero de
huesos y tripas, un muladar de sobras, y había que estar quemando recámaras de dinamita a
todas horas para que los gallinazos no les sacaran los ojos a los invitados. Aureliano Segundo se
volvió gordo, violáceo, atortugado, a consecuencia de un apetito apenas comparable al de José
Arcadio cuando regresó de la vuelta al mundo. El prestigio de su desmandada voracidad, de su
inmensa capacidad de despilfarro, de su hospitalidad sin precedente, rebasó los límites de la
ciénaga y atrajo a los glotones mejor calificados del litoral. De todas partes llegaban tragaldabas
fabulosos para tomar parte en los irracionales torneos de capacidad y resistencia que se
organizaban en casa de Petra Cotes. Aureliano Segundo fue el comedor invicto, hasta el sábado
de infortunio en que apareció Camila Sagastume, una hembra totémica conocida en el país entero
con el buen nombre de La Elefanta.
El duelo se prolongó hasta el amanecer del martes. En las primeras veinticuatro horas,
habiendo despachado una ternera con yuca, ñame y plátanos asados, y además una caja y media
de champaña, Aureliano Segundo tenía la seguridad de la victoria. Se veía más entusiasta, más
vital que la imperturbable adversaria, poseedora de un estilo evidentemente más profesional,
pero por lo mismo menos emocionante para el abigarrado público que desbordó la casa. Mientras
Aureliano Segundo comía a dentelladas, desbocado por la ansiedad del triunfo, La Elefanta
seccionaba la carne con las artes de un cirujano, y la comía sin prisa y hasta con un cierto placer.
Era gigantesca y maciza, pero contra la corpulencia colosal prevalecía la ternura de la femineidad,
y tenía un rostro tan hermoso, unas manos tan finas y bien cuidadas y un encanto personal tan
irresistible, que cuando Aureliano Segundo la vio entrar a la casa comentó en voz baja que
hubiera preferido no hacer el torneo en la mesa sino en la cama. Más tarde, cuando la vio
consumir el cuadril de la ternera sin violar una sola regla de la mejor urbanidad, comentó
seriamente que aquel delicado, fascinante e insaciable proboscidio era en cierto modo la mujer
ideal. No estaba equivocado. La fama de quebrantahuesos que precedió a La Elefanta carecía de
fundamento. No era trituradora de bueyes, ni mujer barbada en un circo griego, como se decía,
sino directora de una academia de canto. Había aprendido a comer siendo ya una respetable
madre de familia, buscando un método para que sus hijos se alimentaran mejor y no mediante
estímulos artificiales del apetito sino mediante la absoluta tranquilidad del espíritu. Su teoría,
demostrada en la práctica, se fundaba en el principio de que una persona que tuviera
perfectamente arreglados todos los asuntos de su conciencia, podía comer sin tregua hasta que la
venciera el cansancio. De modo que fue por razones morales, y no por interés deportivo, que
desatendió la academia y el hogar para competir con un hombre cuya fama de gran comedor sin
principios le había dado la vuelta al país. Desde la primera vez que lo vio, se dio cuenta de que a
Aureliano Segundo no lo perdería el estómago sino el carácter. Al término de la primera noche,
mientras La Elefanta continuaba impávida, Aureliano Segundo se estaba agotando de tanto hablar
y reír. Durmieron cuatro horas. Al despertar, se bebió cada uno el jugo de cincuenta naranjas,
ocho litros de café y treinta huevos crudos. Al segundo amanecer, después de muchas horas sin
dormir y habiendo despachado dos cerdos, un racimo de plátanos y cuatro cajas de champaña, La
Elefanta sospechó que Aureliano Segundo, sin saberlo, había descubierto el mismo método que
ella, pero por el camino absurdo de la irresponsabilidad total. Era, pues, más peligroso de lo que
ella pensaba. Sin embargo, cuando Petra Cotes llevó a la mesa dos pavos asados, Aureliano
Segundo estaba a un paso de la congestión.
-Si no puede, no coma más -dijo La Elefanta-. Quedamos empatados.
Lo dijo de corazón, comprendiendo que tampoco ella podía comer un bocado más por el
remordimiento de estar propiciando la muerte del adversario. Pero Aureliano Segundo lo
interpretó como un nuevo desafío, y se atragantó de pavo hasta más allá de su increíble
capacidad. Perdió el conocimiento. Cayó de bruces en el plato de huesos, echando espumarajos
de perro por la boca, y ahogándose en ronquidos de agonía. Sintió, en medio de las tinieblas, que
lo arrojaban desde lo más alto de una torre hacia un precipicio sin fondo, y en un último fogonazo
de lucidez se dio cuenta de que al término de aquella inacabable caída lo estaba esperando la
muerte.
-Llévenme con Fernanda -alcanzó a decir.
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