Page 6 - La Odisea alt.
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tenía un escabel.


                   Allí al lado se colocó él un asiento de vivos colores, apartado de los demás,
               de los pretendientes, a fin de que el forastero, molestado por el griterío, no se
               disgustara del banquete, al encontrarse en medio de aquellos insolentes, y para
               poderle preguntar acerca de su padre ausente.

                   Una sirvienta escanció el aguamanos que traía en una bella jarra de oro

               sobre una jofaina de plata, para que se lavaran. Y junto a ellos dispuso una
               pulida  mesa.  La  venerable  despensera  trajo  comida  y  la  colocó  sobre  ella,
               dejando  muchos  trozos  escogidos  en  especial  favor  a  los  allí  presentes.  El
               trinchante les dejó al alcance, escogiéndoselas, platos con carnes de toda clase,
               y les dispuso también unas copas de oro. Y un heraldo iba y venía a menudo
               escanciándoles vino.

                   Entraron los principescos pretendientes. Luego unos tras otros en hilera se

               sentaron en sillones y bancos. Los heraldos les vertían agua sobre las manos
               en tanto que las esclavas amontonaban el pan en las canastas y los mancebos
               colmaban  hasta  los  bordes  los  cántaros  de  vino.  Ya  ellos  sobre  las  viandas
               dispuestas delante lanzaban sus manos.

                   Después,  apenas  hubieron  saciado  su  apetito  de  comida  y  bebida,  los
               pretendientes  ocuparon  su  atención  en  otras  cosas:  el  canto  y  la  danza,  que

               son, desde luego, la corona del festín.

                   Un heraldo le puso en las manos la espléndida lira a Femio, quien cantaba
               para  los  pretendientes  por  obligación.  En  tanto  que  éste,  pulsando  la  lira,
               entonaba  un  bello  cantar,  decíale  Telémaco  a  Atenea  de  ojos  glaucos,
               aproximando su cabeza, de modo que no se enteraran los demás:

                   «Querido huésped, ¿te enojarás conmigo por lo que voy a decirte? Ésos,
               por su cuenta, se ocupan de esto: la cítara y la canción, sin reparos, mientras
               devoran gratis los bienes ajenos, los de un hombre cuyos blancos huesos acaso

               se pudren bajo la lluvia tirados por tierra o tal vez en el mar los voltean las
               olas.  Con  sólo  que  le  vieran  de  regreso  en  Ítaca,  todos  preferirían  ser  más
               ligeros de pies a ser más ricos en oro y vestidos.

                   »Pero él sin duda ha muerto en aciago destino, y no nos queda consuelo
               ninguno,  aunque  alguno  de  los  hombres  sobre  la  tierra  asegure  que  ha  de
               volver. Se ha esfumado su día de regreso.


                   »Conque,  vamos,  dime  y  refiéremelo  sinceramente:  ¿quién  eres,  de  qué
               gente? ¿Dónde están tu ciudad y tus padres? ¿En qué nave llegaste? ¿Cómo
               los marineros te condujeron a Ítaca? ¿Quiénes se jactaban de ser? Porque, en
               efecto, no creo que aquí hayas llegado a pie.

                   »Aclárame también cabalmente, para que lo sepa bien, si nos visitas por
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