Page 3 - La Odisea alt.
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CANTO I



                   Háblame, Musa, del hombre de múltiples tretas que por muy largo tiempo
               anduvo errante, tras haber arrasado la sagrada ciudadela de Troya, y vio las
               ciudades  y  conoció  el  modo  de  pensar  de  numerosas  gentes.  Muchas  penas
               padeció en alta mar él en su ánimo, defendiendo su vida y el regreso de sus
               compañeros. Mas ni aun así los salvó por más que lo ansiaba. Por sus locuras,
               en  efecto,  las  de  ellos,  perecieron,  ¡insensatos!,  que  devoraron  las  vacas  de

               Helios Hiperión. De esto, parte al menos, diosa hija de Zeus, cuéntanos ahora
               a nosotros.

                   Por entonces ya todos los demás que de la abrupta muerte habían escapado
               se hallaban en sus hogares puestos a salvo de la guerra y del mar. Y sólo a él,
               ansioso del regreso y de su esposa, lo retenía una ninfa venerable, Calipso,
               divina  entre  las  diosas,  en  sus  cóncavas  grutas,  deseosa  de  que  fuera  su

               marido. Aun cuando ya, en el transcurso de los años, llegó el tiempo en que
               los dioses habían fijado que volviera a su casa, a Ítaca, todavía entonces no,
               estaba a salvo de peligros ni en la compañía de los suyos.

                   Todos los dioses se compadecían de él, a excepción de Poseidón, quien se
               mantuvo sin tregua irritado contra el divino Odiseo hasta que alcanzó su tierra.
               Pero éste se había ido a visitar a los etíopes que habitan lejos —a los etíopes,
               que están divididos en dos grupos, los más remotos de los humanos, unos por

               donde  se  pone  Hiperión,  los  otros  por  donde  sale—  y  allá  asistía  a  una
               hecatombe en su honor de toros y carneros.

                   Mientras él disfrutaba del festín presenciándolo, los otros dioses se habían
               reunido  en  el  palacio  de  Zeus  Olímpico.  Y  entre  ellos  comenzó  a  hablar  el
               Padre de los hombres y los dioses, pues se había acordado en su ánimo del
               irreprochable  Egisto,  al  que  ya  diera  muerte  el  muy  ilustre  Orestes,  hijo  de

               Agamenón. Acordándose él de éste, dirigió sus palabras a los inmortales:

                   «¡Ay, ay! ¡Cómo les echan las culpas los mortales a los dioses! ¡Pues dicen
               que de nosotros proceden las desgracias cuando ellos mismos por sus propias
               locuras tienen desastres más allá de su destino! Así ahora Egisto que, más allá
               de las normas, tomó por mujer a la esposa legítima del Atrida y a él lo mató, a
               su regreso, sabiendo que así precipitaba su muerte, puesto que de antemano le

               dijimos  nosotros,  enviando  a  Hermes  el  Argifonte,  diestro  vigía,  que  no  le
               matara ni pretendiera a su mujer. Porque habría de llegar por mano de Orestes
               la venganza del Atrida, cuando éste llegara a la juventud y sintiera la nostalgia
               de  su  país.  Así  se  lo  comunicó  Hermes,  pero  no  convenció  con  su  buen
               consejo el entendimiento de Egisto. Y ahora lo ha pagado todo junto».

                   Le respondió entonces la diosa Atenea de ojos glaucos:
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