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Telémaco, riéndose de sus huéspedes. Así decía entonces uno de aquellos
jóvenes prepotentes:
«Telémaco, nadie tiene unos huéspedes más ruines que tú. Ahí tienes a ese
vagabundo pedigüeño, menesteroso de pan y de vino, en nada inclinado a
trabajos ni esfuerzos, que es sólo un fardo inerte de tierra. Y, por otro lado, a
ese individuo que se levantó a dar profecías. Conque, a ver si me haces caso,
lo mejor sería para ti lo siguiente: que metas en una nave bien cerrada a tus
huéspedes y mándalos a los sículos, a ver si así puedes sacar algún beneficio
de su venta».
Así decían los pretendientes. Pero él no hacía ningún caso a sus palabras,
sino que, en silencio, miraba a su padre, aguardando una y otra vez a que él
echara sus manos sobre los desvergonzados comensales.
La hija de Icario, la muy prudente Penélope, había colocado su
elegantísima silla allí delante de los pretendientes y escuchaba, en la sala, las
palabras de cada uno. Desde luego que se habían preparado un banquete
alegre, entre risotadas, y a su gusto, porque habían sacrificado muchos
animales. Pero no podía darse ningún festín más amargo que el que pronto
iban a ofrecerles la diosa y el intrépido héroe. Ya ellos se anticipaban a tramar
sus desdichas.
CANTO XXI
La diosa de ojos glaucos, Atenea, inspiró en la mente a la hija de Icario, la
muy prudente Penélope, proponer a los pretendientes el arco y el grisáceo
hierro, instrumentos del certamen y origen de la matanza en el palacio de
Odiseo. Subió por la alta escalera de su casa y tomó en su fuerte mano la bien
torneada llave, hermosa, broncínea, de empuñadura de marfil. Y echó a andar
con sus criadas hacia el aposento del fondo. Allí guardaba los tesoros del rey:
el bronce, el oro y el bien trabajado hierro. Allí estaban el arco flexible y la
aljaba portadora de flechas, y en ella había un manojo de dardos funestos. Se
los había dado como regalo cuando él estuvo en Lacedemonia, su huésped,
Ífito Eurítida, semejante a los inmortales. Los dos se encontraron mutuamente
en Mesenia, en casa del sagaz Ortíloco. Allí llegó Odiseo a cobrar una deuda
que le debía todo el pueblo, porque de Ítaca los hombres de Mesenia se habían
llevado en sus naves de muchos bancos trescientas ovejas junto con sus
pastores. Por eso emprendió su gran viaje de embajada, aunque era un
muchacho. Lo enviaron entonces su padre y los ancianos.
Ífito, por su lado, iba buscando sus yeguas, las doce, que le habían