Page 220 - La Odisea alt.
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Telémaco,  riéndose  de  sus  huéspedes.  Así  decía  entonces  uno  de  aquellos
               jóvenes prepotentes:

                   «Telémaco, nadie tiene unos huéspedes más ruines que tú. Ahí tienes a ese
               vagabundo  pedigüeño,  menesteroso  de  pan  y  de  vino,  en  nada  inclinado  a
               trabajos ni esfuerzos, que es sólo un fardo inerte de tierra. Y, por otro lado, a
               ese individuo que se levantó a dar profecías. Conque, a ver si me haces caso,
               lo mejor sería para ti lo siguiente: que metas en una nave bien cerrada a tus

               huéspedes y mándalos a los sículos, a ver si así puedes sacar algún beneficio
               de su venta».

                   Así decían los pretendientes. Pero él no hacía ningún caso a sus palabras,
               sino que, en silencio, miraba a su padre, aguardando una y otra vez a que él
               echara sus manos sobre los desvergonzados comensales.

                   La  hija  de  Icario,  la  muy  prudente  Penélope,  había  colocado  su

               elegantísima silla allí delante de los pretendientes y escuchaba, en la sala, las
               palabras  de  cada  uno.  Desde  luego  que  se  habían  preparado  un  banquete
               alegre,  entre  risotadas,  y  a  su  gusto,  porque  habían  sacrificado  muchos
               animales.  Pero  no  podía  darse  ningún  festín  más  amargo  que  el  que  pronto
               iban a ofrecerles la diosa y el intrépido héroe. Ya ellos se anticipaban a tramar
               sus desdichas.




                                                    CANTO XXI



                   La diosa de ojos glaucos, Atenea, inspiró en la mente a la hija de Icario, la
               muy  prudente  Penélope,  proponer  a  los  pretendientes  el  arco  y  el  grisáceo
               hierro,  instrumentos  del  certamen  y  origen  de  la  matanza  en  el  palacio  de
               Odiseo. Subió por la alta escalera de su casa y tomó en su fuerte mano la bien
               torneada llave, hermosa, broncínea, de empuñadura de marfil. Y echó a andar

               con sus criadas hacia el aposento del fondo. Allí guardaba los tesoros del rey:
               el bronce, el oro y el bien trabajado hierro. Allí estaban el arco flexible y la
               aljaba portadora de flechas, y en ella había un manojo de dardos funestos. Se
               los había dado como regalo cuando él estuvo en Lacedemonia, su huésped,
               Ífito Eurítida, semejante a los inmortales. Los dos se encontraron mutuamente
               en Mesenia, en casa del sagaz Ortíloco. Allí llegó Odiseo a cobrar una deuda

               que le debía todo el pueblo, porque de Ítaca los hombres de Mesenia se habían
               llevado  en  sus  naves  de  muchos  bancos  trescientas  ovejas  junto  con  sus
               pastores.  Por  eso  emprendió  su  gran  viaje  de  embajada,  aunque  era  un
               muchacho. Lo enviaron entonces su padre y los ancianos.

                   Ífito,  por  su  lado,  iba  buscando  sus  yeguas,  las  doce,  que  le  habían
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