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que vuelve de una tierra lejana después de diez años, y es el hijo único de su
               vejez por el que ha sufrido muchos pesares, así entonces besaba a Telémaco el
               divino porquerizo, abrazándole por entero, como si volviera escapando de la
               muerte. Y, sollozando, le decía sus palabras aladas:

                   «¡Has  vuelto,  Telémaco,  dulce  luz  mía!  Ya  creía  que  no  te  vería  más,
               después  de  que  te  fueras  en  tu  nave  a  Pilos.  Pero,  venga,  entra  ya,  querido
               niño, para que disfrute en mi ánimo de verte de nuevo aquí dentro, llegado de

               lejos. Que no visitas a menudo el campo ni a tus pastores, sino que te quedas
               en  la  ciudad.  ¡Será  tal  vez  que  le  gusta  a  tu  ánimo  contemplar  el  maldito
               pelotón de los pretendientes!».

                   Y a su vez el juicioso Telémaco le decía en respuesta:

                   «Será  por  eso,  abuelo.  Vengo  aquí  por  ti,  para  verte  con  mis  ojos  y
               escuchar tus palabras, sobre si mi madre me aguarda aún en el palacio, o si ya

               algún otro hombre se la llevó en matrimonio, y acaso el lecho de Odiseo está
               ocupado por dañinas arañas».

                   Le contestó al momento el porquero, capataz de sus siervos:

                   «Ten por seguro que ella espera con sufrido valor en el palacio. Tristes se
               le pasan siempre las noches y los días, vertiendo llanto».

                   Después de hablar así le recogió su broncínea lanza, y él entró, cruzando el
               umbral de piedra. Al verlo entrar quiso cederle el asiento su padre, Odiseo.

               Pero Telémaco lo detuvo, desde enfrente, y le dijo:

                   «Siéntate,  forastero.  Nosotros  encontraremos  por  aquí  otro  asiento  en  la
               cabaña. Este hombre de aquí me lo ofrecerá».

                   Así habló, y el otro se sentó de nuevo. Para su hijo el porquerizo amontonó
               unas ramas verdes y las cubrió con una piel de oveja. Sobre ella se sentó el
               querido  hijo  de  Odiseo.  Y  delante  les  preparó  el  porquero  unas  tablas  de
               carnes  asadas,  que  habían  sobrado  en  la  comida  de  la  víspera.

               Apresuradamente recogió unos pedazos de pan en unos cestillos, y se puso a
               mezclar en una jarra un vino de dulce sabor. Ellos echaron sus manos sobre los
               alimentos que tenían servidos delante.

                   Luego  que  hubieron  saciado  su  apetito  de  comida  y  bebida,  entonces
               Telémaco le decía al divino porquerizo:

                   «Abuelo,  ¿de  dónde  ha  llegado  este  extranjero?  ¿Cómo  lo  trajeron  los

               marineros  a  Ítaca?  ¿Quiénes  decían  ser?  Porque  no  creo  que  haya  llegado
               hasta aquí caminando».

                   Respondiéndole, decías tú, porquerizo Eumeo:

                   «En efecto, hijo, voy a contarte toda la verdad. De la extensa Creta dice
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